Cómo Darwin ganó la carrera de la evolución

20090310054035 Recientemente The Guardian publicó un interesante artículo de Robin Mckie titulado How Darwin won the evolution race, en el que el director de ciencia y tecnología del famoso medio de comunicación británico, expone una apasionante y apretada batalla entre Charles Darwin y Alfred Russell Wallace por convertirse en el progenitor de la Teoría de la Evolución. A continuación reproducimos el artículo, traducido al español, esperando que arroje luces sobre este tipo de confrontaciones académicas en las que el logro y pasar a la historia, están de por medio.

«A comienzos de 1858, en Ternate, una isla de Indonesia, un joven coleccionista de especímenes estaba persiguiendo a las elusivas aves del paraíso que poblaban la isla, cuando fue atacado por la malaria. “Todos los días, cada vez que sufría uno de los ataques de frío y luego de calor, tenía que acostarme, tiempo durante el cual no tenía otra cosa que hacer sino pensar en los temas que revestían un interés particular para mí en ese momento”, recordaría después.

Es posible que la cabeza de personas menos aguerridas se hubiese llenado de pensamientos acerca del dinero y las mujeres. Pero Alfred Russel Wallace estaba hecho de otra madera. Wallace comenzó a pensar en las enfermedades y las hambrunas, en la manera como esos fenómenos controlan a las poblaciones humanas y en los descubrimientos recientes que indicaban que la Tierra era muy vieja. Entonces se preguntó cómo influenciaban la composición de las diferentes especies esas oleadas de muerte, que se repetían una y otra vez a lo largo de los siglos.

Luego cedió la fiebre y lo asaltó la inspiración. Wallace se dio cuenta de que los individuos mejor adaptados sobrevivían más y, con el tiempo, podían evolucionar hasta convertirse en nuevas especies. Así apareció, al igual que una fiebre, la teoría de la selección natural en la mente de uno de nuestros más grandes naturalistas. Wallace escribió sus ideas y se las envió a Charles Darwin, que ya era un naturalista reconocido. Sus reflexiones llegaron a la casa campestre de Darwin en Downe, Kent, el 18 de junio de 1858, hace poco más de ciento cincuenta años.

En sus propias palabras, Darwin quedó “destrozado”. Llevaba dos décadas trabajando en esa misma idea y ahora alguien más podría recibir el crédito por lo que más tarde sería descrito por el paleontólogo Stephen Jay Gould como “la revolución ideológica más grande en toda la historia de la ciencia” o, en palabras de Richard Dawkins, “la idea más importante que se le ha ocurrido a un cerebro humano”. Lleno de angustia, Darwin les escribió a sus amigos el botánico Joseph Hooker y el geólogo Charles Lyell. Lo que siguió después se ha convertido en tema de una leyenda científica.

Con el fin de proteger los derechos de autoría de Darwin sobre la teoría de la selección natural, Hooker y Lyell organizaron una lectura conjunta de las obras de los dos hombres en la Sociedad Linneana de Londres, en Burlington House, Piccadilly. El primero de julio, en un salón que hoy hace parte de la Royal Academy, se reunieron los miembros de la Sociedad para escuchar la noticia de la aparición de la teoría que ha despertado mayor rechazo y mayor número de problemas para nuestra especie en toda la historia. Hace poco más de ciento cincuenta años fue lanzada al mundo una noción más radical incluso que las teorías de Marx, aunque esa ciertamente no fue la impresión que causó en ese momento.

Para comenzar, ni Darwin ni Wallace ofrecieron exaltadas conferencias ante una audiencia masiva de miembros de la Sociedad Linneana que los ovacionaron y se dieron cuenta de que Dios estaba muerto, como se sugiere a menudo. Ninguno de los dos científicos estuvo presente: Wallace seguía en Indonesia, mientras Darwin se encontraba en su casa, junto a su esposa Emma, llorando la muerte de su hijo Charles, de diecinueve meses, ocurrida el 28 de junio a causa de un brote de escarlatina.

Por otro lado estaba la audiencia. Se componía de aficionados, que fueron bombardeados durante varias horas con asuntos de la Sociedad, para presentarles después la lectura de los cuadernos, trabajos y cartas de Darwin y Wallace. Al final, los caballeros salieron “más agobiados por la cantidad de información que les habían echado encima, que asombrados por las nuevas ideas”, al decir del historiador J. W. T. Moody, de acuerdo con un estudio de la reunión realizado en1986. La noticia de que la humanidad había sido destronada del centro de la creación fue recibida con un silencio apático.

Meses después, la gente todavía no entendía las repercusiones de esta bomba intelectual. Al hacer el balance del año 1858, el presidente de la Sociedad Linneana, Thomas Bell, concluyó que el año no había estado marcado “por ninguno de esos asombrosos descubrimientos que revolucionan de inmediato el departamento de la ciencia”. Al parecer, en su opinión, el hecho de destronar a Dios no era suficientemente revolucionario.

Sin embargo, ya se había encendido la mecha. “La carta de Wallace le dio a Darwin un buen sacudón”, dice el genetista Steve Jones. “Le había dado vueltas al asunto durante veinte años y habría seguido haciéndolo por otros veinte años si no se hubiese dado cuenta de que alguien más estaba sobre la pista”. El verano de 1858 cambió todo para Darwin. Aunque no era de ninguna manera un hombre arrogante, era consciente del valor de sus ideas. Ya se había ganado una medalla de oro de la Royal Society y no iba a permitir que un insignificante coleccionista de especímenes de Malasia le robara el crédito. Así que se sentó con una tabla sobre las rodillas, en el único sillón de su casa en el que podía acomodar sus largas piernas, y escribió la investigación que había venido desarrollando en los últimos veinte años.

El resultado final fue El origen de las especies mediante la selección natural, cuyo aniversario 150 se celebrará este año, dentro de la conmemoración de los 200 años del nacimiento de Darwin. Como dato sobresaliente, este es el único tratado científico importante que fue escrito de manera deliberada como un texto de divulgación, un libro cuyas líneas narrativas se entrecruzan de una manera que ha sido comparada con la escritura de George Eliot o Charles Dickens y que está salpicado de metáforas exquisitamente ingeniosas. “Darwin estaba creando una obra de arte duradera”, como lo afirma Janet Browne, la biógrafa de Darwin.

Richard Dawkins, cuya serie de programas Dawkins acerca de Darwin apareció en agosto del año pasado en el Channel 4 de la televisión inglesa, hace eco de ese elogio. “Cuando uno lee El origen de las especies tiene la sensación clara de que Darwin tenía mucho interés en hacerse entender. No solo quería persuadir a sus colegas científicos: quería mostrarle al público la verdad de sus ideas. Se esforzó mucho para lograrlo, razón por la cual resulta un libro tan convincente. Sus oraciones son, tal vez, un poco largas y tortuosas para los estándares modernos, pero en su época debió ser una obra de fácil comprensión”.

Esa accesibilidad garantizó que la idea de la selección natural apareciera ante los ojos del público de manera mucho más vívida de lo que se esperaría y que apresurara la aparición de las reacciones de angustia e indignación que Darwin había previsto. “Absolutamente falsa y penosamente engañosa”, fueron las palabras con que calificó la obra Adam Sedgwick, ex profesor de Darwin, en una carta dirigida a su antiguo pupilo. Quienes apoyaban a Darwin –Hooker, Lyell y Thomas Huxley– salieron en su defensa y comenzaron una batalla que culminó con el famoso debate entre Huxley y el obispo Wilberforce en la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, en Oxford, en junio de 1860. A Huxley se le atribuye popularmente el honor de haber derrotado a Wilberforce, en una institución en la que dos tercios de los graduados tomaban los hábitos. Aunque no fue en lo absoluto un espectáculo despreciable, la naturaleza decisiva de la “victoria” de Huxley es cuestionada en la actualidad por muchos historiadores, y se considera más bien un empate. Por otro lado, es claro que en esa época soplaban vientos de cambio y que la publicación de El origen de las especies aceleró esa transformación. La Iglesia, que hasta ese momento era la autoridad nacional acerca del mundo natural, estaba perdiendo un terreno que la ciencia estaba ganando.

“A lo largo de las décadas que siguieron, los defensores de Darwin llegaron a ocupar posiciones de influencia en la vida intelectual británica y norteamericana”, escribe Browne. “Hacia el final estaban por todas partes, en el Parlamento, en la Iglesia anglicana, en las universidades, en el gobierno, en el servicio colonial, en la aristocracia, en la marina, en el ejercicio del derecho y la medicina; en Inglaterra y al otro lado del Atlántico”. Esos hombres garantizaron que la selección natural perdurara y se encargaron de que Darwin fuera enterrado en la Abadía de Westminster en 1882, lo cual no estaba mal para un agnóstico confeso.

Darwin sigue siendo objeto de veneración y su imagen aparece en el actual billete inglés de 10 libras. Por el contrario, Wallace cayó en el olvido. Quedó muy complacido al permitir que Darwin y sus amigos promovieran la selección natural. “Eso me garantiza el contacto con hombres muy eminentes, y su ayuda, al regresar a casa”, le dijo a su madre. Sin embargo, queda la sospecha de que Wallace haya hecho un mal negocio. Autodidacta y de origen humilde, Wallace no contó con ninguno de los privilegios de los que disfrutó Darwin, que se educó en la universidad y cuyo padre era un próspero médico. Wallace tuvo que abrirse camino como aprendiz de carpintero y luego como supervisor de aprendices, antes de convertirse en un distinguido naturalista. También fue un socialista temprano, que apoyaba la lucha por los derechos de las mujeres y respaldaba el movimiento de reforma agraria, y un escritor muy talentoso. Joseph Conrad mantenía en su mesa de noche un ejemplar de Elarchipiélago malayo, el recuento de los ocho años que Wallace pasó en la región, y lo consultó para sus propios libros, en especial para Lord Jim.

Pero la personalidad y la vida de Wallace estuvieron marcadas por la desgracia. Su primera gran expedición para recolectar muestras, que lo llevó al Amazonas, terminó en desastre cuando el barco en que regresaba a Inglaterra se incendió y naufragó con miles de muestras y las esperanzas de Wallace de obtener una ganancia segura. El coleccionista sobrevivió, pero solo pudo recuperar un par de cuadernos y un loro furioso.

Wallace también era impetuoso. Mientras Darwin entendía a cabalidad las implicaciones de su teoría y retrasó la publicación porque sabía que iba a despertar la indignación de los creyentes, entre otros de su propia esposa, Wallace se lanzó a ciegas, feliz de escandalizar a la sociedad. Le importaba un bledo, decía Jonathan Rosen, en un ensayo sobre Wallace publicado hace un par de años en el New Yorker. “Esa absoluta independencia de la opinión pública es una de las muchas razones para que Wallace haya desaparecido del imaginario popular”.

Adicionalmente, Wallace creía en el espiritismo (que Darwin y sus amigos detestaban) y al final de sus días hizo campaña en contra de la vacunación. “Wallace era un hombre admirable y casi un santo en la manera como trataba a los demás”, dice David Attenborough. “Sin embargo, como científico no tenía la talla de Darwin. A Wallace se le ocurrió la idea de la selección natural después de pasar un par de semanas asediado por las fiebres palúdicas. Darwin no solo trabajó la teoría sino que reunió una cantidad enorme de información para apoyarla”.

Esta afirmación es respaldada por el historiador Jim Endersby. “La selección natural era una idea brillante, pero lo que la hizo verosímil fue el peso de la evidencia presentada por Darwin. Esa es la razón por la cual recordamos a Darwin como su principal autor”. En su viaje alrededor del mundo en el Beagle, entre 1831 y 1836, Darwin llenó innumerables cuadernos con sus observaciones, en particular aquellas acerca de los animales que vio en las distintas islas Galápagos y que estaban estrechamente relacionados entre sí. Y luego, en su enorme jardín en Downe, Darwin cruzó distintas variedades de orquídeas, cultivó pasionarias y en una ocasión tocó el fagot delante de unas lombrices para probar su respuesta a las vibraciones. Reunió cientos de datos acerca del cultivo de plantas y animales para apoyar sus argumentos de El origen de las especies. Wallace no podía presentar nada igual.

Sin embargo, esto no ha acallado las acusaciones de que Darwin y sus seguidores emplearon trucos muy sucios para hundir a Wallace. De acuerdo con esas ideas, Darwin recibió el ensayo que le envió Wallace desde Ternate varias semanas antes de lo que reconoció haberlo recibido, hurtó su contenido y después lo usó como propio en El origen de las especies. Este argumento aparece desarrollado en dos libros norteamericanos –el de Arnold Brackman y el de John Langdon Brooks– publicados hace veinte años, que describen a Darwin como un oportunista inescrupuloso y un ladrón intelectual. Sin embargo, ninguno de los dos libros presenta un caso convincente, y la gran mayoría de los académicos han concluido desde entonces que sus afirmaciones no son justas ni creíbles.

Tal como concluye el biógrafo de Wallace, Peter Raby: “Nunca se había construido una teoría tan fascinante sobre una evidencia más débil. En cuanto al factor humano, no hay nada en la vida de Darwin que sugiera que fuera capaz de semejante deshonestidad intelectual, aunque no era especialmente generoso a la hora de reconocer la deuda que tenía con sus fuentes”.

En efecto, los historiadores sostienen que, de no ser por Darwin, la idea de la selección natural habría sufrido un terrible detrimento. Si Darwin no hubiese sido el primero en desarrollar la idea de la selección natural y hubiese sido, en cambio, Wallace quien obtuviera el prestigio y la atención, la teoría habría producido un impacto muy distinto. “Al final, Wallace llegó a creer que la evolución a veces estaba guiada por un poder superior”, añade Endersby, el editor de la edición de El origen de las especies que publicará próximamente la Universidad de Cambridge. “Pensaba que la selección natural no podía ser la responsable de la naturaleza de la mente humana y afirmaba que la humanidad se veía afectada por fuerzas que la separaban del reino animal”.

Esta noción está peligrosamente cerca de la idea del diseño inteligente –propuesta por los creacionistas modernos–, según la cual el curso de la evolución fue dirigido por la mano de una deidad. Por el contrario, la visión de Darwin era rigurosa e indicaba que la humanidad era un simple “vástago en el inmenso árbol de la vida, el cual, si fuese vuelto a plantar de una semilla, casi con absoluta seguridad no volvería a producir ese vástago”, en palabras de Stephen Jay Gould. De acuerdo con Darwin, no hay cláusulas exclusivas para los humanos. Nosotros estamos tan sujetos a las leyes de la selección natural como las bacterias o las tortugas.

Las raíces de esa postura tan inflexible tienen, sin embargo, un aspecto muy humano. Darwin combinaba íntimamente su vida y su carrera. Al ser un genuino hombre de familia, experimentó un terrible dolor con la muerte de su hijo Charles en 1858, cuando todavía era un bebé, y quedó absolutamente destrozado por la muerte de su hija de diez años, Annie, a causa de la tuberculosis en 1851, tal como lo señala el libro Annie’s Box: Charles Darwin, His Daughter and Human Evolution, de Randal Keynes, el tataranieto de Darwin. Cataplasmas de mostaza, brandy, cloruro de cal y amoníaco era todo lo que la medicina le podía ofrecer a Annie cuando comenzó a enfermarse. Pero ninguna de estas sustancias tuvo efecto alguno en ella, mientras empeoraban los ataques de vómito y los delirios, hasta que murió el 23de abril de 1851 “sin exhalar un último suspiro”, según recordaba Darwin. “Perdimos la alegría de la casa y la dicha de nuestra vejez”.

Keynes sostiene de manera muy convincente que la muerte de Annie tuvo un impacto considerable en el pensamiento de Darwin. “En los últimos días de vida de Annie, él [Darwin] observó cómo la cara de la niña iba cambiando hasta hacerse irreconocible debido al adelgazamiento producido por su enfermedad mortal. Solo se pueden entender las verdaderas condiciones de la vida cuando uno acepta la verdadera inclemencia de las fuerzas naturales”. La enfermedad de su hija hizo que Darwin abriera los ojos a los procesos inflexibles que rigen la evolución. “Contemplamos la cara de la naturaleza con fascinación”, escribiría años después. “Pero no vemos, o preferimos olvidar, que las aves que cantan de manera distraída a nuestro alrededor se alimentan principalmente de insectos o semillas y, en consecuencia, constantemente están destruyendo la vida, u olvidamos la manera como esas aves cantoras, o sus huevos, o sus nidos, son destruidos por las aves o los animales de rapiña”. O, como escribió en otra parte: “En la naturaleza todo es guerra”.

Esa visión tan despiadada –que hace énfasis en la suerte ciega como el mecanismo determinante en la lucha por la supervivencia y el curso de la evolución– resultaba inquietante para los victorianos, que tenían tanta fe en el esfuerzo propio y el trabajo duro. Sin embargo, ésa es la versión de la selección natural que han apoyado desde entonces un siglo y medio de observaciones y que es aceptada hoy día prácticamente por todos los científicos de la Tierra.

Desde luego, no ha sido un proceso fácil. Aún hoy, la selección natural ocupa un estatus especial entre las teorías científicas al ser la que comúnmente sigue recibiendo más rechazos y ataques de parte de un significativo, aunque reducido, segmento de la sociedad, principalmente los cristianos y los musulmanes fundamentalistas. Esos individuos tienden a tener pocas opiniones sobre la relatividad, la teoría de la gran explosión o la mecánica cuántica, pero rechazan vigorosamente la idea de que la humanidad esté ligada al resto del mundo animal y descienda de ancestros semejantes a los monos.

“Hace veinte años eso no era problema”, dice Steve Jones, un profesor de genética de University College de Londres. “Hoy tengo decenas de alumnos que solicitan que se los excuse de las conferencias acerca de la evolución debido a sus creencias religiosas. Incluso me acusan de decirles mentiras cuando digo que la selección natural se apoya en los hechos. Entonces les pregunto si creen en las leyes genéticas de Mendel. Dicen que sí, por supuesto. ¿Y en la existencia del ADN? Otra vez sí. ¿Y en las mutaciones genéticas? Sí. ¿Y en la expansión de la resistencia a los insecticidas? Sí. ¿Y en la divergencia de poblaciones aisladas o islas? Sí. ¿Y aceptan ustedes que los humanos comparten con los chimpancés el 98 por ciento de su ADN? Otra vez sí. Entonces, ¿cuál es el problema de la selección natural? Es una absoluta mentira, dicen. Eso me desconcierta, francamente”.

Dawkins comparte esa sensación de desaliento. “Esta gente afirma que el mundo tiene menos de 10.000 años de edad, lo cual es una equivocación gigantesca. La Tierra tiene varios miles de millones de años. Estos individuos no solo son estúpidos, son colosal y asombrosamente ignorantes. Pero estoy seguro de que el buen sentido prevalecerá”- Y Jones está de acuerdo. “Es una etapa pasajera. En veinte años, ese absurdo habrá desaparecido”. Sencillamente la selección natural es un concepto demasiado importante para que la sociedad pueda vivir sin él, dice. Es la gramática del mundo viviente y les proporciona a los biólogos los medios para entender los miles de millones de plantas y animales de nuestro planeta. Attenborough comparte esta visión y toda su serie de programas sobre la vida en la Tierra se apoya en el sólido pensamiento darwiniano.

“Quienes se oponen dicen que la selección natural no es una teoría apoyada en la observación y la experiencia; que no se basa en los hechos y que no se puede probar”, dice Attenborough. “Bueno, no, no hay manera de probarle la teoría a gente que no creería en ella, así como no se puede probar que la batalla de Hastings tuvo lugar en1066. Sin embargo, sabemos que esa batalla tuvo lugar en ese momento, así como sabemos que el curso de la evolución sobre la tierra muestra de manera irrefutable que Darwin tenía razón”.

¿Los monseñores son inevitables?

Por: Manuel Guzmán Hennessey*

Darwin versus Adán y Eva: Bogotá 2009

Poco afortunada la invitación de un monseñor a debatir sobre Darwin. Ocurrió en el Simposio Darwin vive, porque la evolución no termina, celebrado entre el 26 y el 28 de agosto en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. En cambio hay que aplaudir la presencia del genetista Emilio Yunis y del doctor Rodolfo Llinás, calificados, cual los que más, para rendir homenaje al naturalista inglés nacido en 1809.

Otros científicos colombianos y extranjeros dieron lustre al encuentro, que había empezado con cierta mezcla ácida, que en virtud del monseñor, se nos dio como pócima de refrigerio: la de Darwin con Pío XII, la de Stephen Jay Gould con Juan XXIII, la de Santo Tomás de Aquino con los señores Watson y Crick.

Y como si lo anterior fuera poco, nos ofrecieron de postre el revoltijo del Origen de las Especies con la Biblia.

Nos habían invitado a un simposio de las más altas calidades científicas, y a eso fuimos, como que había en la nómina catorce PH. D., dos M. Sc. y un M.D. Un lujo para cualquier universidad de América Latina.

Lo que ignorábamos era que uno de los PH. D., que además es R. P, el padre Alfonso Rincón, debajo de cuyo nombre en el programa decía, entre otras, “Arquidiósecis de Bogotá“, se nos viniera, en tiempo suplementario, con una especie de homilía sustentada, y con tantos pies de páginas, que tuvo que utilizar el tiempo de las preguntas para acabar de citar a los que no alcanzó a nombrar, pues hubo necesidad de decirle que se había pasado, poco más de media hora, del tiempo pactado.

Locuaz, extenso y sinuoso. Vi mover la cabeza a una señora de la segunda fila, y también al doctor Yunis, que algo le dijo al doctor Llinás. El conferencista se dio cuenta de la negación gestual de Yunis y lo narró al público, sin percatarse, quizás, de que lo que tenía que decir ya lo había dicho, y no se necesitaban más citas para reforzar su argumentación. Uno de mis vecinos alcanzó a protestar, me llegaban los rumores de las filas de atrás.

El título de su charla era “Creación y evolución: diversas lecturas del problema” (¿A cuál problema se referiría?).

Una de las principales “lecturas del problema” es el diseño inteligente, según el cual la vida no es el resultado de la evolución de la materia, sino de una acción racional ejecutada por un diseñador inteligente dotado de facultades divinas. Es la versión moderna del creacionismo, idea según la cual dios hizo al hombre a partir de una mezcla de barro y soplo divino.

El padre Rincón no asumió la defensa de esa tesis -tal vez pensó que en el escenario donde se encontraba esto sería meterse en camisa de once varas – pero siguió midiendo al público, conformado en buena medida por estudiantes, con una curiosa mezcla de sonrisitas al final de las frases, a partir de las cuales, a mi modo de ver, establecería el alcance de sus lances.

Cuando se metió con el Génesis y nos contó la historia de la arcilla, y el mito de Adán y Eva, y la bonita historia de la Biblia, “un libro escrito por muchas personas, durante mucho tiempo“, según dijo, yo tuve la sensación de que había llegado el fin. Pero no, estábamos apenas en el tercio de banderillas.

Y al final se decidió por el agua tibia de un creacionismo moderado, cual es la posición mayoritaria de su iglesia, que promueve la idea de que no hay contradicción entre la magia del creacionismo y la teoría científica de la evolución biológica.

De ideas y creencias: el papel de la universidad

Me enteré el otro día que Benedicto XVI anda también en esas, postulando que dado que las ciencias naturales en general -y la teoría de la evolución en particular- no pueden ofrecer una explicación completa sobre el origen de la vida, bien puede optarse por una especie de transacción entre el creacionismo y algunos aspectos de la teoría evolutiva, el gradualismo que le concede verdad a la evolución geológica, por ejemplo, pero eso sí, conservando la idea central, según la cual la vida humana no es el resultado de la química y la física sino de un poder sobrenatural que la puso sobre el Universo, con un propósito.

Lo del propósito es básico, porque nos remite a la noción de un predestino para cada uno de nosotros, y nos aparta, según los religiosos, de la “peligrosa idea” de que la vida es el resultado azaroso de una combinación molecular, que algunas veces produce organismos fuertes, y otras menos fuertes, que se mueren o les toca luchar más por sobrevivir.

Así fue en el origen y así es en el presente: la vida como resultado del azar, y sin propósito ni intencionalidad alguna. Las cosas en la biología no tienen moralidad, simplemente son como son y nada más. Las células se producen y se mueren, y después de la muerte no hay nada, como nada hubo antes de la vida. Eso se encargó de subrayarlo el doctor Llinás en el mismo simposio en el que el Padre Rincón nos habló de Adán y Eva y el paraíso terrenal.

Todo el derecho le asiste a quien quiera creer que somos ángeles caídos, y no antropoides erguidos como escribió Ralph Linton. De hecho muchos de los habitantes de este país creen que ellos pueden hablar con ángeles, según lo demostró una reciente encuesta. Y no hace mucho tiempo, la señora que hoy ocupa el Ministerio de Comunicaciones dijo cuando ocupaba la dirección de Colciencias, que el modelo según el cual este país debía llevar a cabo la investigación científica, debía ser el modelo de la Biblia.

Y no voy a citar las dependencias de gobierno que, en los tiempos que corren, tienen crucifijos en el lugar de los cuadros, pues esta columna que iba para la universidad, acabaría fácilmente en una hoguera de la Santa Inquisición. Todo el derecho le asiste, insisto, a cualquiera, de pensar como mejor le parezca. Tan respetable puede ser la creencia de quienes piensan que uno puede reencarnar en un perro, como la de quienes creen que cuando uno se muere se acabó la milonga.

Pero la universidad no debería confundir su magisterio cuando asume su papel de comunicar la ciencia a los jóvenes. Ellos no tienen, aún, los elementos para discernir entre ciencia y pseudociencia, de manera que si les damos ambas cosas en el mismo paquete, muy probablemente confundirán una cosa con la otra.

Una encuesta de Gallup en 1999 encontró que el 87% de los norteamericanos cree que la vida no es el resultado del azar, y que la evolución fue estructurada por una voluntad superior.

La universidad tiene todo el derecho de realizar foros sobre mitos y leyendas, pues eso forma parte de la cultura, pero en tal caso, debería decir a los estudiantes que es un foro sobre mitos y leyendas, para que ellos sepan a qué atenerse. Otra universidad local ofrece diplomados sobre historia de las religiones, lo cual es un aporte cultural indiscutible. Pero meterle a uno, en la mitad de una conferencia del doctor Llinás y otra de Emilio Yunis, el camuflado sándwich del creacionismo parece, por lo menos, fuera de lugar.

Habría podido usar otra palabra, y con ella reflejaría, quizás con mayor fidelidad, el descontento de cierta fracción del público que alcancé a consultar. Y que sintió que le estaban metiendo lo que se dice un gol. ¿Quién? ¿Por qué? Nadie me supo dar una explicación. Pues poco se entiende que ese gol se meta en una universidad dirigida por un hombre de ciencia, el rector José Fernando Isaza. Por lo cual yo prefiero creer que se trató de autogol, es decir, una equivocación de buena fe.

Las jerarquías católicas del pasado no necesitaban meter ese tipo de goles, pues tenían tanta injerencia sobre la educación, que se consideraba casi de rigor preguntarles de antemano sobre ciertos temas. Tampoco la jerarquía católica actual, y me refiero especialmente a la Compañía de Jesús, de la cual hace parte el conferencista doctorado, suele dar muestras de anticiencia en nuestro medio. Todo lo contrario: los jesuitas de hoy, y no ocurre sólo en Colombia, están jugando el papel ético, político y científico que la sociedad podía esperar de ellos. Las universidades católicas de Colombia, en sus departamentos de biología, no enseñan el diseño inteligente, ni siquiera como una posibilidad o “lectura” de la evolución. Cuando escribo universidades me refiero a las serias, pues no oculto que otras, y no necesariamente católicas, pero sí, “no serias“, enseñan pseudociencias peores.

De manera que más extraño aún les ha resultado a muchos la pifia de la Tadeo, el revoltijo del simposio darwiniano. Un debate sobre el creacionismo, la Biblia, la vigencia histórica de la Suma Teológica, la magia y las teorías del diseño inteligente seguramente pueden suscitar interés en otros públicos, pero no es precisamente el tipo de temas que la academia podría, fácilmente, sustentar como propios del conocimiento científico.

Del diseño inteligente a las jirafas

Cuando el padre Rincón hablaba, Darwin dio tantas patadas en su tumba de Westminster, que se escucharon en la carrera cuarta. Y no por lo que estaba diciendo el R.P. Sino por la vergüenza ajena que debió sentir con los asistentes al simposio conmemorativo de sus doscientos años, en Bogotá.

No digo que el tema religioso haya sido históricamente ajeno a la teoría de la evolución; opino que hoy resulta improcedente para la pedagogía científica sobre la cuestión evolutiva. Asunto superado. La biología no duda sobre el valor del pensamiento de Darwin, y considera que el homo sapiens que ahora somos es el resultado de otros homínidos que fueron evolucionando, por selección natural, a través de los siglos.

La teoría del diseño inteligente ha sido un invento tan traído de los cabellos, que hasta la propia Iglesia Católica lo ha considerado “una teología pobre y una ciencia pobre“. Lo dijo Marc Leclerc, el jesuita presidente del Congreso “Evolución biológica: hechos y teorías; una valoración crítica 150 años después de ‘El origen de las especies’) cuando le propusieron que Benedicto XVI avalara la teoría del diseño inteligente.

El discurso que el Papa iba a ofrecer en la Universidad de la Sapienzia de Roma, cuando lo invitaron a hablar sobre Galileo, no era tan malo, según algunos comentaristas que conocieron el documento, que finalmente envió el señor Ratzinger a la universidad. Pero algunos profesores y estudiantes se opusieron a la visita, con el sencillo argumento de que ese no era el escenario para un representante institucional de una religión. Y puesto que la discusión sobre el geocentrismo era un asunto tan superado que volver a escuchar las disculpas de la clerecía sobre lo mal que se portó la institución con Galileo, resultaba simplemente una pérdida de tiempo.

El que sí se refirió a Galileo en el coloquio de la Tadeo fue nuestro monseñor, quien dijo algo así como que era menos grave o menos malo que Darwin. En fin.

La equivocación de la universidad cobra, a mi juicio, mayor sentido si se tiene en cuenta que una de las cosas que está pasando hoy en Estados Unidos, es que muchos condados (Texas, Pensilvania, otros) han tenido que incluir en sus programas públicos de educación, la teoría del diseño inteligente. Es otra de las bellezas que la sociedad norteamericana le debe a George W. Bush.

Este columnista pide a Zeus que impida que los funcionarios de este gobierno se enteren de esto, no sea que se apresuren a zamparnos el diseño inteligente, en las clases de biología de las escuelas públicas.

Pero el resto del simposio fue muy bueno.

La conferencia inaugural corrió a cargo del doctor Llinás, que aunque patinó en una de las preguntas que le dirigió un agudo asistente, dejó en el aire la sensación de que los colombianos tenemos suficientes razones para sentirnos orgullosos de sus aportes a la neurobiología, aunque no siempre entendamos sus explicaciones. El doctor Llinás se esfuerza por llegarle a la gente con una manera amable de comunicar su ciencia, y ha desarrollado una sugestiva técnica compuesta de buen humor y frases efectistas, que acaban haciendo su trabajo. Pero su técnica no descarta acudir a la galería cuando alguna pregunta le transmite cierta dosis de veneno. Y la galería, por supuesto, le responde.

Fue lo que ocurrió cuando un asistente puso el dedo sobre su aserto “las jirafas son inevitables“, idea mal construida según el asistente. Que había sido una de las frases que el científico escogió para empezar su charla. Y como la respuesta estuvo matizada por la mezcla de efectismo y buen humor, la galería, en medio de los aplausos, se quedó sin saber por qué las jirafas son inevitables.

Fuente: www.razonpublica.org.co

*Director del Centro de Pensamiento y Aplicaciones de la Teoría del Caos, profesor, investigador y columnista.