La fortuna del espectador consciente

“Survival is only important because the dead can’t reproduce!”
Zimmerman

Por: Fabián Sebastián González Mazo
Tal como lo ilustra el escritor estadounidense Mark Twain en su texto “Cartas desde la Tierra” (2006), cuya primera edición (1962) no pudo ser publicada hasta varios años después de su muerte, el ser humano se ha considerado a sí mismo como una obra de gran importancia dentro de la magnánima empresa de Dios. Twain utiliza un tono sarcástico y ciertamente humorístico, en el cual se puede encontrar, entre otras, una crítica en torno a la vanidad del hombre y, por qué no, una crítica al modelo estándar de la religión cristiana que busca explicar la vida. En palabras del arcángel Satanás, quien se encargó de escribir algunas cartas para San Miguel y San Gabriel con el ánimo de informar sobre la obra del Divino, el hombre “cree que el Creador está orgulloso de él; hasta cree que el Creador lo ama; que siente pasión por él; que se queda levantado de noche para admirarlo; sí, y que está para protegerlo y alejarlo de problemas… Llena sus oraciones de toscas alabanzas floridas y de mal gusto y piensa que Él se sienta ronroneando a gozar de esas extravagancias” (Twain, 2006, p. 19).

Desde la publicación de “El Origen de las Especies” en 1859 por Charles Darwin, la discusión en torno al origen del hombre ha persistido en el ámbito académico y fuera de este. Daniel Dennett ilustra dicha situación afirmando que la teoría de la selección natural es uno de los aportes más significativos a la cultura y “la compara con un ácido universal, es decir, con una sustancia tan corrosiva que no puede ser envasada de ninguna manera, pues cualquier envase es incapaz de resistir su fuerza implacable de destrucción” (Corral Cuartas, 2009, p. 96). Efectivamente, la idea de Darwin ha originado diversos cuestionamientos desde su nacimiento, y entre ellos se encuentra la pregunta por el creador y el estatus del hombre en ese proceso ciego que representa la selección natural.

La selección natural trajo consigo diversas ideas que han sido difíciles de asimilar para el hombre, entre las cuales se encuentra la de que no hay necesidad de un diseñador inteligente para que la empresa de la vida (que finalmente es la que toma protagonismo) se despliegue con su gran variedad. “El mensaje de Darwin es que la complejidad presente en los seres vivos, desde los procariotas, hasta los seres humanos, pasando por los organismos unicelulares, y los primates, así como la generación de órganos altamente complejos como los ojos o las alas y finalmente la aparición de la cultura y del lenguaje, en cuanto vehículo para la expresión, discusión y rechazo de las ideas, todos estos procesos son consecuencia de transformaciones graduales y lentos de selección natural a lo largo de los eones” (Corral Cuartas, 2009, p. 103). La idea de un proceso ciego, sin mente y sin ningún propósito en particular, y sobre todo uno que no incluye al hombre como un organismo superior, ha causado discusiones acaloradas. ¿Por qué es tan difícil considerar tal concepción? “Quizá por estar los seres humanos tan familiarizados con la complejidad inherente a los procesos de diseño en las artes y en la técnica y quizá por la circunstancia de que los seres humanos organizamos casi todas nuestras acciones en torno a propósitos, es decir, a la definición de unos fines para los cuales buscamos unos medios, suponemos por vía de analogía que la naturaleza en su complejidad exige la presencia y acción de un diseñador inteligente” (Corral Cuartas, 2009, p. 95).

“Se podría ver ahora que las fuerzas biológicas solas explicaban la variabilidad en el mundo; así, era innecesario dar vuelta a una autoridad más alta como una explicación directa de la diversidad de la vida” (Zimmerman, 2012, p. 16). Aunque rebatir el estatus de Dios no fuera posiblemente el objetivo de Darwin, su teoría, y la lectura concienzuda de esta, inevitablemente hicieron que el hombre encontrara que el puesto de gran diseñador del universo estaba vacante, con el agravante de que nadie tendría que ocuparlo. De esta manera, el carácter mítico del dios creador se vio fuertemente reforzado, lo cual no tiene por qué ser negativo, puesto que el mito tiene cierto valor instrumental. En el mito la verdad se manifiesta como un rastro, dentro de sus objetivos

está persuadir a una multitud, además de obtener provecho de las leyes y el bien común (Casas, 2013). “Es decir, en primer lugar, la religión posee un valor instrumental (porque para la mayoría de los seres humanos la deliberación es algo que queda fuera de sus posibilidades). La religión y las costumbres morales prestan ayuda a ese enorme colectivo al evitar que desesperen, que caigan en el crimen, etc. La tendencia al término medio que promulgan, tiene por objeto inculcar una receta para evitar que, sea cual fuere la situación considerada, una persona de racionalidad limitada se equivoque demasiado (por exceso o por defecto) en cada decisión que tome” (Casas, 2013, p. 126).

Un caso particular

“Tanto desde la perspectiva de las grandes religiones como desde la óptica de la filosofía, el ser humano se impone a sí mismo una corona, para reinar en el centro de la creación, apelando a una razón salida del sombrero de su propio ingenio” (Corral Cuartas, 2009, p. 100). Teniendo en cuenta la cita anterior, y con el objetivo de explorar las reacciones que se produjeron a raíz de la divulgación de la teoría de la selección natural, se observará a continuación el caso de Colombia y su “recepción” de la idea de Darwin. Para tratar de entender lo que sucedió es necesario partir del presupuesto de que quienes se adhirieron a la polémica evolucionista no eran precisamente biólogos o interesados en la historia natural, sino personajes de la política o la religión (Díaz Piedrahita, 2012).

Se trataba de una época agitada, segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, y se destacaba en el panorama intelectual el pensador y político Miguel Antonio Caro (1843 – 1909), quien en su trabajo “El Darwinismo y las Misiones” criticó duramente al escritor Jorge Isaacs. Esto último debido a que el autor de “María” había realizado un trabajo a partir de observaciones de campo llevadas a cabo a lo largo de seis meses y que tuvo como resultado un texto llamado “Estudio sobre las tribus indígenas del Magdalena”. En este trabajo consignó algunas observaciones e indagó en torno a la idea de Darwin, haciendo gala de una apertura que no caracterizaba a Caro ni a muchos otros personajes indignados en aquel entonces. Al inicio del texto de Isaacs se puede apreciar un fragmento que ilustra la actitud de aquel hombre al abordar los fenómenos que pretendía estudiar:

«Los hombres de ciencia juzgarán únicamente por la valía o importancia de los resultados; es lo natural y lógico, es su derecho temible; mas los del país si tendrán en cuenta que sólo ahora está él dando los primeros pasos, vacilantes por lo mismo, en este género de estudios, tan ocasionados a dificultades, hostilidad y peligros en las comarcas salvajes, como a menos en las civilizadas y en la blandura y el grato calor del gabinete” (Isaacs Ferrer, 1884, p. 4). Isaacs abordó su cometido con prudencia y admitiendo que lo que él pudiera escribir acerca de sus observaciones de campo en aquellos seis meses no sería más que material que debía ser sometido a una revisión seria y, lo más importante, por una comunidad científica. Además, en sus palabras se puede apreciar que no consideraba a las personas del país como hombres de ciencia. Por su parte, Caro se dedicó a atacar directamente los argumentos del observador de comarcas indígenas, manifestando fuertes palabras en torno a aquel hombre que intentaba dar cabida en el país a estudios de biología desde una perspectiva evolucionista. Las palabras de Caro fueron las siguientes: “No se puede negar que los remedadores de Darwin, por su Inclinación a la imitación grotesca, tienen ciertas afinidades, con su presunto abolengo; afinidades, decimos, y nada más como las podemos cualesquiera hombres tener con las imágenes de virtudes y vicios repartidas en la naturaleza animal; pues, por lo demás, no admitimos para ningún racional, inclusos los darwinianos, la miserable alcurnia que ellos con tan escaso sentimiento nobiliario se atribuyen» (Caro, 1962, p. 307).

Las palabras de aquel hombre distaban muchísimo de ser una réplica científica, se trataba más bien de una reacción bastante folclórica que, si buscaba evitar a toda costa el parentesco con los demás primates, falló de principio a fin. Hay varios puntos que vale la pena considerar. Primero, no hay un verdadero acercamiento a la teoría, sólo se puede apreciar una vaga idea de la ascendencia común del ser humano, aunque se utiliza más como un arma de ofensa que como un enunciado argumentativo. Segundo, da muestra de que a partir de la mala lectura de Darwin, combinada con un orgullo desmedido propio de quien se ve destronado, se obtienen unos resultados desastrosos a la hora de insertar las nuevas ideas en el ámbito del conocimiento, de aquel que es riguroso y no teatral. Por último, decir “no admitimos para ningún racional, incluso los darwinianos” señala que la cuestión se abordó indebidamente desde el principio, puesto que se tiñó de ideología, opacando la discusión que las personas realmente interesadas en la evolución podrían haber adelantado. En otras palabras, se convirtió en una lucha donde para algunos era inconcebible verse rebajado a ser descendiente de un mono.

La teoría de la selección natural puso a temblar el piso de los conservadores, quienes indignados se afanaron por atacar con argumentos pobres aquella idea revolucionaria. El rezago en términos científicos en el país pudo pronosticarse desde el principio, puesto que los altos mandos del gobierno se encargaron de desprestigiar a Darwin y su teoría, como si se tratara de una cuestión de alcurnia. Tal como señala Díaz Piedrahita (2012): “Estos novedosos conceptos obviamente alteraban la estabilidad, la armonía y el orden de la creación y de paso socavaban la moral y el principio de autoridad oficial y de la Iglesia local que se inmiscuía indebidamente en el manejo del gobierno” (p. 82).

¿Ciencia vs. Religión?

En un caso aún más sorprendente, y francamente lamentable, Monseñor Juan Buenaventura Ruiz, obispo de Popayán entre 1888 y 1894, arremete sin ningún reparo (ni conocimiento) contra la teoría de la selección natural. “El comentarista parte de la premisa de que una parte de la humanidad aspira a ser maestra del resto mediante la supresión de lo sobrenatural, tratando de destronar a Dios a través de un lenguaje moderno denominado ciencia. Para Ortiz, la ciencia disputa a la fe el dominio de las almas, pues pone en tela de juicio el hecho de una creación general y sosteniendo la creación inmediata de las especies y del hombre, pretendiendo hacer a este descendiente de los animales” (Díaz Piedrahita, 2012, p. 83). Las manifestaciones de Monseñor Ortiz permiten retomar algo que se mencionó al principio de este texto acerca del valor instrumental de la religión en

la vida del hombre. Para Ortiz, se trata claramente de una lucha de poder, cuyos protagonistas son dos pastores enfurecidos que luchan incansablemente por el dominio de un gran (y productivo) rebaño de ovejas. Posiblemente, en aquel momento y aún en la actualidad, ciertos sectores de la religión guardan un profundo miedo a la verdad, la verdad que promueve el pensamiento crítico e impide que las cabezas de los hombres se muevan de arriba a abajo de manera rítmica. De esta manera, cabe aclarar que la concepción de Ortiz es errada, puesto que no se trata de cambiar La Biblia por el libro “El Origen de las Especies”. El conflicto no es entre ciencia y religión, sino entre la concepción medieval y la concepción moderna del mundo (Tamayo, 2011).

Así, mientras el Papa Pío XII, Eugenio María Giovanni Pacelli (1876–1958), se manifestó ante la Academia Pontificia de Ciencias afirmando que el ser humano se diferencia de los demás animales por su alma, y que Adán no pudo ser hijo de un bruto, el Papa Juan Pablo II, Karol Jósef Wojtyla (1920– 2005) expresó una posición contraria, dejando claro que los conflictos entre ciencia y religión podían simplemente no existir: “En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La convergencia, no buscada ni inducida, de los resultados de los trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye en sí misma un argumento significativo en favor de esta teoría” (Tamayo, 2011, p. 110).

Por otro lado, tal como se puede observar en las palabras del papa Juan Pablo II, el enfrentamiento entre ciencia y religión, entre fe y razón, no resulta ser una postura generalizada en el ámbito religioso. Otro ejemplo de ello es la teóloga Uta Ranke- Heinemann, quien es su obra “No y amén: invitación a la duda” (1998) aborda algunos temas centrales del Nuevo Testamento con gran rigurosidad. Invita, entre otras cosas, a hacer una nueva lectura de los textos allí compilados y descubrir una verdad que no choca contra la razón del hombre de hoy ni ofende su inteligencia (Ranke-Heinemann, 1998). Tal como se mencionó anteriormente, el conflicto es entre la concepción medieval y la concepción moderna del mundo. Aunque el ejercicio de crear un ambiente no hostil entre ámbitos que a lo largo de la historia se han encontrado desgraciadamente en oposición sea algo difícil de asimilar para la mente del hombre moderno, para Ranke-

Heinemann no es tarea de la Iglesia hacer comprender e ilustrar al hombre, y por tanto no ve necesario que la cuestión sea forzosamente elegir estar en un lado u otro. En la introducción de su texto habla de las explicaciones que brinda en su abordaje del Nuevo Testamento, las cuales pueden resultar ofensivas para ciertas personas, aseverando que “[…] la razón no puede dañar a la fe; más bien, y con mayor frecuencia, la fe ha dañado a la razón. Y, bien mirado, querer creer sin que la razón sufra daños es un acto piadoso” (Ranke-Heinemann, 1998, p. 14). Más allá de promover ciegamente este tipo de posturas, vale la pena resaltar que no pocas veces es la vanidad (como se menciona en el texto “El Origen del Hombre”, de Darwin) la que impide que argumentos serios sean valorados como se debería, con rigor científico.

El hecho de que algunos movimientos fundamentalistas tomen la Biblia al pie de la letra y, más aún, que la lean como un texto científico, ha dificultado la relación existente entre ciencia y religión. Tamayo (2011) sintetiza de manera magistral la idea según la cual el conflicto entre ciencia y religión no tiene cabida, expresando que “la ciencia y la fe religiosa no están en contradicción ni pueden estarlo, puesto que no se solapan, son dos modos diferentes de conocimientos porque se centran en distintos planos de una misma realidad, y por lo tanto no pueden entrar en conflictos reales; la verdad científica no puede oponerse a la verdad religiosa… No hay que confundir: la Biblia no es un libro científico, sino histórico-religioso, y El origen de las especies no es un libro religioso, sino científico. También se debe aclarar que la verdadera confrontación es entre las ideas de la ciencia actual y la visión medieval del mundo, que actualmente mantienen solo pequeños grupos anticientíficos; que las posiciones antievolucionistas no son propias de científicos y que la jerarquía católica respeta las ideas científicas, incluyendo a la teoría de la evolución biológica. En síntesis, los anticientíficos antievolucionistas desprestigian tanto a la ciencia como a la religión” (p. 115-116).

El hombre no es el centro

Tal vez los partidarios de aquellas posturas religiosas que abogan por darle a Dios un lugar en la creación no estén precisamente interesados en asegurar el estatus divino, sino en defender su propia posición en la naturaleza. En el siguiente fragmento de una obra del señor Miguel Antonio Caro puede reflejarse mejor la idea anterior:

“Te han calumniado
¡Oh Dios! Tú oyes el grito
Del corazón doliente y consternado; Tienes misericordia y no has proscrito
La augusta libertad. Te han calumniado”.
Caro, M.A. (1888). Artículos y discursos. Primera parte. Bogotá: Librería Americana.

Cabe preguntarse, ¿qué tanto lamentará el señor Caro la calumnia hacia su dios? ¿No estará dicha lamentación más encaminada al propio hombre tan preocupado por su ascendencia biológica? No parece fácil la tarea de asimilar que no se es la creación central de un Dios que está constantemente en función de su pequeña y no tan humilde obra. Nuevamente, Satanás en su labor informativa resulta útil para ilustrar estas cuestiones: “Y ¿para qué servía todo esto según sus intenciones? Tan solo para iluminar este mundito de los hombres. Este fue su único objetivo, y ningún otro. Uno de los veinte millones de soles (el más pequeño) debía iluminar la Tierra de día, y el resto tenía la función de ayudarle a una de las innumerables lunas del universo a atenuar las tinieblas de la noche” (Twain, 2006, p. 28).

A menudo la ciencia destruye paradigmas, brinda nuevas formas de pensar los fenómenos del mundo, abre posibilidades no imaginadas, provee al hombre de herramientas para pensarse a sí mismo y, como sucede con la idea de Darwin, le informa acerca de su propio estatus en la naturaleza. Mal signo es que los paradigmas científicos permanezcan inmóviles e impenetrables, sin ninguna oportunidad de avance, puesto que es esto último lo que le interesa a quienes se dedican a enriquecer el conocimiento científico. Por otro lado, es la vida la que se abre paso día a día. Mediante la variación, la competencia y la herencia, y su interacción permanente a lo largo de extensos periodos de tiempo, se produce lenta y gradualmente por vía de la selección una acumulación de ventajas que favorece la preservación de los individuos (Corral Cuartas, 2009). No hay un fin especial, no hay un plan para sorprender y fascinar al hombre, no hay un sentido “a priori” en esta empresa ciega y desenfrenada llamada vida. Sin embargo, ¿por qué no aprovechar que nos hemos convertido en espectadores conscientes de tan fascinante empresa?
fsebastian.gonzalez@udea.edu.co

Buenas y malas razones para creer


Por: Richard Dawkins

Querida Juliet:

Ahora que has cumplido 10 años, quiero escribirte acerca de una cosa que para mi es muy importante. ¿Alguna vez te has preguntado cómo sabemos las cosas que sabemos? ¿Cómo sabemos, por ejemplo, que las estrellas que parecen pequeños alfilerazos en el cielo, son en realidad gigantescas bolas de fuego como el Sol, pero que están muy lejanas? ¿Y cómo sabemos que la Tierra es una bola más pequeña, que gira alrededor de esas estrellas, el Sol?

La respuesta a esas preguntas es «por la evidencia». A veces, «evidencia» significa literalmente ver (u oír, palpar, oler) que una cosa es cierta. Los astronautas se han alejado de la Tierra lo suficiente como para ver con sus propios ojos que es redonda. Otras veces, nuestros ojos necesitan ayuda. El «lucero del alba» parece un brillante centelleo en el cielo, pero con un telescopio podemos ver que se trata de una hermosa esfera: el planeta que llamamos Venus. Lo que aprendemos viéndolo directamente (u oyéndolo, palpándolo, etc.) se llama «observación».

Muchas veces, la evidencia no sólo es pura observación, pero siempre se basa en la observación. Cuando se ha cometido un asesinato, es corriente que nadie lo haya observado (excepto el asesino y la persona asesinada). Pero los investigadores pueden reunir otras muchas observaciones, que en un conjunto señalen a un sospechoso concreto. Si las huellas dactilares de una persona coinciden con las encontradas en el puñal, eso demuestra que dicha persona lo tocó. No demuestra que cometiera el asesinato, pero además pueda ayudar a demostrarlo si existen otras muchas evidencias que apunten a la misma persona. A veces, un detective se pone a pensar en un montón de observaciones y d repente se da cuenta que todas encajan en su sitio y cobran sentido si suponemos que fue Fulano el que cometió el asesinato.

Los científicos -especialistas en descubrir lo que es cierto en el mundo y el Universo- trabajan muchas veces como detectives. Hacen una suposición (ellos la llaman hipótesis) de lo que podría ser cierto. Y a continuación se dicen: si esto fuera verdaderamente así, deberíamos observar tal y cual cosa. A esto se llama predicción. Por ejemplo si el mundo fuera verdaderamente redondo, podríamos predecir que un viajero que avance siempre en la misma dirección acabará por llegar a mismo punto del que partió. Cuando el médico dice que tienes sarampión, no es que te haya mirado y haya visto el sarampión. Su primera mirada le proporciona una hipótesis: podrías tener sarampión. Entonces, va y se dice: «Si de verdad tiene el sarampión, debería ver….» y empieza a repasar toda su lista de predicciones, comprobándolas con los ojos (¿tienes manchas?), con las manos (¿tienes caliente la frente?) y con los oídos (¿te suena el pecho como suena cuando se tiene el sarampión?). Sólo entonces se decide a declarar «Diagnóstico que la niña tiene sarampión». A veces, los médicos necesitan realizar otras pruebas, como análisis de sangre o rayos x, para complementar las observaciones hechas con sus ojos, manos y oídos.

La manera en que los científicos utilizan la evidencia para aprender cosas del mundo es tan ingeniosa y complicada que no te la puedo explicar en una carta tan breve. Pero dejemos por ahora la evidencia, que es una buena razón para creer algo, porque quiero advertirte e contra de tres malas razones para creer cualquier cosa: se llaman «tradición», «autoridad» y «revelación».

Empecemos por la tradición. Hace unos meses estuve en televisión, charlando con unos 50 niños. Estos niños invitados habían sido educados en diferentes religiones: había cristianos, judíos, musulmanes, hindúes, sijs…El presentador iba con el micrófono de niño en niño, preguntándoles lo que creían. Lo que los niños decían demuestra exactamente lo que yo entiendo por «tradición». Sus creencias no tenían nada que ver con la evidencia. Se limitaban a repetir las creencias de sus padres y de sus abuelos, que tampoco estaban basadas en ninguna evidencia. Decían cosas como «los hindúes creemos tal y cual cosa», «los musulmanes creemos esto y lo otro», «los cristianos creemos otra cosa diferente».

Como es lógico, dado que cada uno creía cosas diferentes, era imposible que todos tuvieran razón. Por lo visto, al hombre del micrófono esto le parecía muy bien, y ni siquiera los animó a discutir sus diferencias. Pero no es esto lo que me interesa de momento. Lo que quiero es preguntar de dónde habían salido sus creencias. Habían salido de la tradición. La tradición es la trasmisión de creencias de los abuelos a los padres, de los padres a los hijos, y así sucesivamente. O mediante libros que se siguen leyendo durante siglos. Muchas veces, las creencias tradicionales se originan casi de la nada: es posible que alguien las inventara en algún momento, como tuvo que ocurrir con las ideas de Thor y Zeus; pero cuando se han transmitido durante unos cuantos siglos, el hecho mismo de que sean muy antiguas las convierte en especiales. La gente cree ciertas cosas sólo porque mucha gente ha creído lo mismo durante siglos. Eso es la tradición.

El problema con la tradición es que, por muy antigua que sea una historia, es igual de cierta o de falsa que cuando se inventó la idea original. Si te inventas una historia que no es verdad, no se hará más verdadera porque se trasmita durante siglos, por muchos siglos que sean.

En Inglaterra, gran parte de la población ha sido bautizada en la Iglesia Anglicana, que no es más que una de las muchas ramas de la religión cristiana. Existen otras ramas, como la ortodoxa rusa, la católica romana y la metodista. Cada una cree cosas diferentes. La religión judía y la musulmana son un poco más diferentes, y también existen varias clases distintas de judíos y de musulmanes. La gente que cree una cosa está dispuesta a hacer la guerra contra los que creen cosas ligeramente distintas, de manera que se podrá pensar que tienen muy buenas razones -evidencias- para creer lo que creen. Pero lo cierto es que sus diferentes creencias se deben únicamente a diferentes tradiciones.

Vamos a hablar de una tradición concreta. Los católicos creen que María, la madre de Jesús, era tan especial que no murió, sino que fue elevada al cielo con su cuerpo físico. Otras tradiciones cristianas discrepan, diciendo que María murió como cualquier otra persona. Estas otras religiones no hablan mucho de María, ni la llaman «Reina del cielo», como hacen los católicos. La tradición que afirma que el cuerpo de María fue elevado al cielo no es muy antigua. La Biblia no dice nada de cómo o cuándo murió; de hecho, a la pobre mujer apenas se la menciona en la Biblia. Lo de que su cuerpo fue elevado a los cielos no se inventó hasta unos seis siglos después de Cristo. Al principio, no era más que un cuento inventado, como Blancanieves o cualquier otro. Pero con el paso de los siglos se fue convirtiendo en una tradición y la gente empezó a tomársela en serio, sólo porque la historia se había ido transmitiendo a lo largo de muchas generaciones. Cuanto más antigua es una tradición, más en serió se la toma la gente. Y por fin, en tiempos muy recientes, se declaró que era una creencia oficial de la Iglesia Católica: esto ocurrió en 1950, cuando yo tenía la edad que tienes tú ahora. Pero la historia no era más verídica en 1950 que cuando se inventó por primera vez, seiscientos años después de la muerte de María.

Al final de esta carta volveré a hablar de la tradición, para considerarla de una manera diferente. Pero antes tengo que hablarte de la otras dos malas razones para creer una cosa: la autoridad y la revelación.

La autoridad, como razón para creer algo, significa que hay que creer en ello porque alguien importante te dice que lo creas. En la Iglesia Católica, por ejemplo, la persona más importante es el Papa, y la gente cree que tiene que tener razón sólo porque es el Papa. En una de las ramas de la religión musulmana, las personas más importantes son unos ancianos barbudos llamados ayatolás. En nuestro país hay muchos musulmanes dispuestos a cometer asesinatos sólo porque los ayatolás de un país lejano les dicen que lo hagan.

Cuando te decía que en 1950 se dijo por fin a los católicos que tenían que creer en la asunción a los cielos del cuerpo de María, lo que quería decir es que en 1950 el Papa les dijo que tenían que creer en ello. Con eso bastaba. ¡El Papa decía que era verdad, luego tenía que ser verdad! Ahora bien, lo más probable es que, de todo lo que dijo el Papa a lo largo de su vida, algunas cosas fueron ciertas y otras no fueron ciertas. No existe ninguna razón válida para creer que todo lo que diga sólo porque es el Papa, del mismo modo que no tienes porque creer todo lo que te diga cualquier otra persona. El Papa actual ha ordenado a sus seguidores que no limiten el número de sus hijos. Si la gente sigue su autoridad tan ciegamente como a él le gustaría, el resultado sería terrible: hambre, enfermedades y guerras provocadas por la sobrepoblación.

Por supuesto, también en la ciencia ocurre a veces que no hemos visto personalmente la evidencia, y tenemos que aceptar la palabra de alguien. Por ejemplo, yo no he visto con mis propios ojos ninguna prueba de que la luz avance a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo, sin embargo, creo en los libros que me dicen la velocidad de la luz. Esto podría parecer «autoridad» pero en realidad es mucho mejor que la autoridad, porque la gente que escribió esos libros sí que había observado la evidencia, y cualquiera puede comprobar dicha evidencia siempre que lo desee. Esto resulta muy reconfortante. Pero ni siquiera los sacerdotes se atreven a decir que exista alguna evidencia de su historia acerca de la subida a los cielos del cuerpo de María.

La tercera mala razón para creer en las cosas se llama «revelación». Si en 1950 le hubieras podido preguntar al Papa cómo sabía que el cuerpo de María había ascendido al cielo, lo más probable es que te hubiera respondido que «se le había revelado». Lo que hizo fue encerrarse en su habitación y rezar pidiendo orientación. Había pensado y pensado, siempre solo, y cada vez se sentía más convencido. Cuando las personas religiosas tienen la sensación interior de que una cosa es cierta, aunque no exista ninguna evidencia de que sea así, llaman a esa sensación «revelación». No sólo los Papas aseguran tener revelaciones. Las tienen montones de personas de todas las religiones, y es una de las principales razones por las que creen las cosas que creen. Pero ¿es una buena razón?

Supón que te digo que tu perro ha muerto. Te pondrías muy triste y probablemente me preguntarías: «¿Estás seguro? ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo ha sucedido?» y supón que yo te respondo: «En realidad no sé que Pepe ha muerto. No tengo ninguna evidencia. Pero siento en mi interior la curiosa sensación de que ha muerto». Te enfadarías conmigo por haberte asustado, porque sabes que una «sensación» interior no es razón suficiente para creer que un lebrel ha muerto. Hacen falta pruebas. Todos tenemos sensaciones interiores de vez en cuando, y a veces resulta que son acertadas y otras veces no lo son. Está claro que dos personas distintas pueden tener sensaciones contrarias, de modo que ¿cómo vamos a decidir cuál de las dos acierta? La única manera de asegurarse que un perro está muerto es verlo muerto, oír que su corazón se ha parado, o que nos lo cuente alguien que haya visto u oído alguna evidencia real de que ha muerto.

A veces, la gente dice que hay que creer en las sensaciones internas, porque si no, nunca podrás confiar en cosas como «mi mujer me ama». Pero éste es un mal argumento. Puedes encontrar abundantes pruebas de que alguien te ama. Si estás con alguien que te quiere, durante todo el día estarás viendo y oyendo pequeños fragmentos de evidencia, que se van sumando. No se trata de una pura sensación interior, como la que los sacerdotes llaman revelación. Hay datos exteriores que confirman la sensación interior: miradas en los ojos, entonaciones cariñosas en la voz, pequeños favores y amabilidades; todo eso es autentica evidencia.

A veces, una persona siente una fuerte sensación interior de que alguien la ama sin basarse en ninguna evidencia, y en estos casos lo más probable es que esté completamente equivocada. Existen personas con una firme convicción interior de que una famosa estrella de cine las ama, aunque en realidad la estrellan siquiera las conoce. Esta clase de personas tienen la mente enferma. Las sensaciones interiores tienen que estar respaldadas por evidencias; si no, no podemos fiarnos de ellas.

Las intuiciones resultan muy útiles en la ciencia, pero sólo para darte ideas que luego hay que poner a prueba buscando evidencias. Un científico puede tener una «corazonada» acerca de una idea que, de momento, sólo «le parece» acertada. En sí misma, ésta no es una buena razón para creer nada; pero sí que puede razón suficiente para dedicar algún tiempo a realizar un experimento concreto o buscar pruebas de una manera concreta. Los científicos utilizan constantemente sus sensaciones interiores para sacar ideas; pero estas ideas no valen nada si no se apoyan con evidencias.

Te prometí que volveríamos a lo de la tradición, para considerarla de una manera distinta. Me gustaría intentar explicar por qué la tradición es importante para nosotros. Todos los animales están construidos (por el proceso que llamamos evolución) para sobrevivir en el lugar donde su especie vive habitualmente. Los leones están equipados para sobrevivir en las llanuras de África. Los cangrejos de río están construidos para sobrevivir en agua salada. También las personas somos animales, y estamos construidos para sobrevivir en un mundo lleno de… otras personas. La mayoría de nosotros no tienen que cazar su propia comida, como los leones y los bogavantes; se las compramos a otras personas, que a su vez se la compraron a otras. Nadamos en un «mar de gente». Lo mismo que el pez necesita branquias para sobrevivir en el agua, la gente necesita cerebros para poder tratar con otra gente. El mar de está lleno de agua salada, pero el mar de gente está lleno de cosas difíciles de aprender. Como el idioma.

Tú hablas inglés, pero tu amiga Ann-Kathrin habla alemán. Cada una de vosotras habla el idioma que le permite hablar en su «mar de gente». El idioma se transmite por tradición. No existe otra manera. En Inglaterra, tu perro Pepe es a dog. En Alemania, es ein Hund. Ninguna de estas palabras es más correcta o más verdadera que la otra. Las dos se transmiten de manera muy simple. Para poder nadar bien en su propio «mar de gente», los niños tienen que aprender el idioma de su país y otras muchas cosas acerca de su pueblo; y esto significa que tienen que absorber, como si fuera papel secante, una enorme cantidad de información tradicional (Recuerda que «información tradicional» significa, simplemente, cosas que se transmiten de abuelos a padres y de padres a hijos.) El cerebro del niño tiene que absorber toda esta información tradicional, y no se puede esperar que el niño seleccione la información buena y útil, como las palabras del idioma, descartando la información falsa o estúpida, como creer en brujas, en diablos y en vírgenes inmortales.

Es una pena, pero no se puede evitar que las cosas sean así. Como los niños tienen que absorber tanta información tradicional, es probable que tiendan a creer todo lo que los adultos les dicen, sea cierto o falso, tengan razón o no. Muchas cosas que los adultos les dicen son ciertas y se basan en evidencias, o, por lo menos en el sentido común. Pero si les dicen algo que sea falso, estúpido o incluso maligno, ¿cómo pueden evitar que el niño se lo crea también? ¿Y que harán esos niños cuando lleguen a adultos? Pues seguro que contárselo a los niños de la siguiente generación. Y así, en cuanto la gente ha empezado a creerse una cosa -aunque sea completamente falsa y nunca existan razones para creérsela-, se puede seguir creyendo para siempre.

¿Podría ser esto lo que ha ocurrido con las religiones? Creer en uno o varios dioses, en el cielo, en la inmortalidad de María, en que Jesús no tuvo un padre humano, en que las oraciones son atendidas, en que el vino se transforma en sangre…, ninguna de estas creencias está respaldada por pruebas auténticas. Sin embargo, millones de personas las creen, posiblemente porque se les dijo que las creyeran cuando todavía eran suficientemente pequeñas como para creerse cualquier cosa.

Otros millones de personas creen en cosas diferentes, porque se les dijo que creyesen en ellas cuando eran niños. A los niños musulmanes se les dice cosas diferentes de las que se les dicen a los niños cristianos, y ambos grupos crecen absolutamente convencidos de que ellos tienen razón y los otros se equivocan. Incluso entre los cristianos, los católicos creen cosas diferentes de las que creen los anglicanos, los episcopalianos, los shakers, los cuáqueros, los mormones o los holly rollers, y todos están absolutamente convencidos de que ellos tienen razón y los otros están equivocados. Creen cosas diferentes exactamente por las mismas razones por las que tú hablas inglés y tu amiga Ann-Kathrin habla alemán. Cada una de los dos idiomas es el idioma correcto en su país. Pero de las religiones no se puede decir que cada una de ellas sea la correcta en su propio país, porque cada religión afirma cosas diferentes y contradice a las demás. María no puede estar viva en la católica Irlanda del Sur y muerta en la protestante Irlanda del Norte.

¿Qué se puede hacer con todo esto? A ti no te va a resultar fácil hacer nada, porque sólo tienes 10 años. Pero podrías probar una cosa: la próxima vez que alguien te diga algo que parezca importante piensa para tus adentros: «¿Es ésta una de esas cosas que la gente suele creer basándose en evidencias? ¿O es una de esas cosas que la gente cree por la tradición, autoridad o revelación?» Y la próxima vez que alguien te diga que una cosa es verdad, prueba a preguntarle «¿Qué pruebas existen de ello?» Y si no pueden darte una respuesta, espero que te lo pienses muy bien antes de creer una sola palabra de lo que te digan.

Te quiere,

Papá.

La delicadeza de Darwin

«Aunque soy un fuerte defensor de la libertad de pensamiento en todos los ámbitos, soy de la opinión, sin embargo –equivocadamente o no–, que los argumentos esgrimidos directamente contra el cristianismo y la existencia de Dios apenas tienen impacto en la gente; es mejor promover la libertad de pensamiento mediante la iluminación paulatina de la mentalidad popular que se desprende de los adelantos científicos. Es por ello que siempre me he fijado como objetivo evitar escribir sobre la religión limitándome a la ciencia».
Charles Darwin

Por: Eduard Punset*

Según algunos científicos, hemos sido demasiado tolerantes con las creencias religiosas. Deberíamos haber elevado el tono de nuestras protestas ante los desmanes derivados de la fe mal entendida.

Sin salirse del bando agnóstico caben otras posturas, si se quiere, menos militantes y no menos eficaces. Paradójicamente, ésa era la concepción del propio Darwin, expuesta en una de sus cartas que descubrí en Londres hace apenas unos días. Es asombrosa esa mezcla de defensa radical de la libertad de pensamiento y tolerancia. Dice Charles Darwin en su carta: «Aunque soy un fuerte defensor de la libertad de pensamiento en todos los ámbitos, soy de la opinión, sin embargo –equivocadamente o no–, que los argumentos esgrimidos directamente contra el cristianismo y la existencia de Dios apenas tienen impacto en la gente; es mejor promover la libertad de pensamiento mediante la iluminación paulatina de la mentalidad popular que se desprende de los adelantos científicos. Es por ello que siempre me he fijado como objetivo evitar escribir sobre la religión limitándome a la ciencia».

Es fascinante constatar hasta qué punto Darwin tuvo excelso cuidado en mantener el rigor de sus planteamientos científicos sin herir a los que no los compartían. En este sentido –y a nivel anecdótico–, no me digan que no era enternecedora la actitud de Emma, la esposa de Darwin, profundamente religiosa, cuando repetía a sus amigos que el mayor de sus pesares era «saber que Charles no podría acompañarla en la otra vida» por culpa de su agnosticismo. Lo que la apesadumbraba a ella era que el Dios todopoderoso no quisiera conciliar el buen carácter con el agnosticismo de su marido. Y lo que a él lo apenaba, con toda probabilidad, era que muchos confundieran la libertad de pensamiento que él predicaba recurriendo a la ciencia con ataques gratuitos a los que no compartían esa convicción.

No cabe duda de que la relación entre la gente que profesa una religión y los agnósticos está cambiando. ¿En qué sentido? En primer lugar, la irrupción de la ciencia en la cultura popular permite descartar convicciones que parecían antes intocables: hasta Darwin, gran parte de la comunidad científica, y desde luego toda la religiosa, estaba convencida de que la vida del universo había empezado hacía cinco mil años, en lugar de los trece mil millones que, ahora se sabe, transcurrieron desde la explosión del big bang hasta nuestros días; dando amplio tiempo con ello para que la selección natural fuera modulando la evolución de las distintas especies.

En segundo lugar, los continuados agravios e injusticias que siguen sufriendo –a raíz del machismo y maltrato de género, en particular– los colectivos partidarios de impulsar la modernidad en sus propias culturas suscitan solidaridades mucho más profundas y extensas que en el pasado. Yo he visto con mis propios ojos en plena Quinta Avenida de Nueva York, pocos días después del ataque terrorista a las Torres, una pancarta que rezaba «In God we trust» («En Dios confiamos»), mientras en la acera opuesta alguien, enardecido, le gritaba al portaestandarte: «Falk’ you!» («¡Que te den!»).

No es difícil predecir que pronto volveremos a estar inmersos en un debate en torno a la religión, no necesariamente más virulento que antes, pero sí más extendido socialmente y algo más fundamentado. A la ciencia y a los científicos les va a resultar más difícil que en tiempos de Darwin mantener silencio en ese debate, entre otras mil cosas, porque ahora faltan sólo ‘cuatro días’ para que se pueda fabricar vida sintética –bacterias, concretamente– en el laboratorio. La ciencia, en eso Darwin tenía razón, es el mejor estímulo para la libertad de pensamiento. Siempre y cuando sepamos conciliar como él los planteamientos rigurosos con modales atinados.

Fuente: www.eduardpunset.es/blog/

*Abogado, economista y comunicador científico. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Madrid y máster en Ciencias Económicas por la Universidad de Londres. Ha sido redactor económico de la BBC, director económico de la edición para América Latina del semanario The Economist y economista del Fondo Monetario Internacional en los Estados Unidos y en Haití.