“Si existe algún tipo de Complejo entre padre e hijo este es el de Cronos y no el de Edipo”

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Con el título de este artículo realicé un tuit luego de una ligera reflexión sobre los padres que suelen quejarse del exceso de cuidados y atención que provee la madre a sus hijos. Algo parecido a los celos agresivos que relata Sigmund Freud en el Complejo de Edipo, pero en un sentido opuesto del vector, no de hijo a padre sino de padre a hijo.

Por eso el título de este artículo es condicional, no toma como afirmación su enunciado sino que pretende conducir a la reflexión sobre uno de los pilares del entramado del edificio psicoanalítico y propone una visión opuesta, en términos vectoriales, para la supuesta dirección que recorre la agresividad en la relación entre el infante y su figura paterna.

Lo primero es aclarar que lo que llamamos figura paterna puede ser representada en el Homo sapiens, y en otras especies animales como los primates, por parientes cercanos que no necesariamente son de sexo masculino. Estructuras matriarcales sirven de ejemplo en ambos casos. Hay un miembro alfa, masculino o femenino, que ejerce el control sobre los demás miembros de la manada.

Edipo en el destierro, guiado por Antígona.

El Complejo de Edipo, enunciado por Sigmund Freud, plantea que hay un vector de agresión que va del hijo hacia el padre, recapitulando el parricidio original de la horda primitiva relatado en Tótem y Tabú, y que pasa por el deseo sexual hacia la madre, o el padre dependiendo del caso, y finaliza generalmente con la capitulación del pequeño, que opta por buscar su objeto de deseo por fuera de la propia familia.
Varias dudas conceptuales y psicobiológicas han sido denunciadas sobre esta idea freudiana, pero bástenos con mencionar la falta de desarrollo endocrino en el pequeño para tener deseo sexual y el llamado Efecto Westermarck, que afirma que, contrario al deseo incestuoso natural del Edipo, lo que realmente existe es un desinterés incestuoso, claramente comprobado en nuestra especie y en otras especies animales.

Cronos devorando a uno de sus hijos.

Pero ¿podría existir un vector de agresión opuesto, que fuera en la dirección padre-hijo siendo así el progenitor el que deseara la muerte de su pequeño, tal como el mito del titán Cronos que devora a sus hijos? Los casos de celos por la atención de la madre, relatados por cientos de padres parecían un buen indicio.De modo que comencé a investigar al respecto. Homines sapientes, leones, chimpancés, bonobos, perros, elefantes. En todos los casos era claro que pasado un tiempo, cuando el retoño llegaba a la pubertad, se detonaba un mecanismo evolutivo que sacaba a las crías del nido. ¿Era este mecanismo una muestra de la existencia del Complejo de Cronos? No necesariamente, además no era comparable con el Edipo, pues este se refiere a la temprana infancia.

Además, parecía que este mecanismo adolescente de expulsión del nido, se desarrollaba tanto desde el lado paterno como desde el lado de los hijos. En casi todas las especies hay un momento natural en el que tanto padres como hijos no se soportan bien y la lucha por el poder suele llevar a la fragmentación de la familia, favoreciendo la creación de nuevas manadas. Nada como Cronos y menos como Edipo, pero ¿podría existir una tendencia agresiva de los padres hacia los hijos durante la infancia?

Y es aquí donde la Psicología evolucionista echa luces sobre el asunto. Si partimos del hecho de que somos máquinas replicadoras de genes como dice Richard Dawkins, lo esperable de esas máquinas es que protejan sus copias. Aquellas máquinas que no protejen sus copias deben tener menos eficacia reproductiva en el mediano y largo plazo pues sus hijos, copias, tendrían menos chance de sobrevivir.

Es así como luego de una interesante conversación con Antonio Vélez, divulgador científico y escritor del reconocido libro de psicología evolucionista llamado Homo sapiens, llegamos a la conclusión de que es poco probable que exista tanto el complejo de Edipo como el de Cronos; los únicos complejos que sabemos a ciencia cierta que existen son aquellos como el Complejo B o el Complejo de Histocompatibilidad.

El abuelo simio y los trastornos de ansiedad


Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
En un pequeño claro del bosque, iluminado por la luz de la luna, duerme uno de nuestros antepasados, acompañado por un manso lobo. Se abriga con la piel de un bisonte que comió hace más de veinte días, y coloca su lanza, con punta de roca, a un lado mientras intenta conciliar el sueño. Los sonidos de la noche lo atormentan. No sabe si lo que se mueve es el viento o una fiera que puede devorarlo. Su pequeño lobo aúlla en medio de la noche y en ocasiones emite algo parecido a un ladrido.

Es una noche común y corriente de nuestro abuelo filogenético, es decir nuestro antepasado evolutivo. Él tenía que cuidar su existencia en todo momento. Cada situación de peligro era realmente un asunto de vida o muerte. De pequeñas decisiones como paralizarse, esconderse, someterse o luchar, dependía que pudiera despertar al día siguiente. Generalmente buscaba a otros homínidos para sumar fuerzas, dividir tareas y disminuir los riesgos, pero no era suficiente, el peligro estaba siempre ahí.

De modo que aquellos más precavidos, más previsivos, posiblemente más ansiosos, fueron los que sobrevivieron en medio de la lucha salvaje por la supervivencia, hace cientos de miles de años. Un descuido representaba la diferencia entre comer o ser comido. Así que nosotros, los herederos de aquel abuelo asustadizo, conservamos parte de sus reacciones límbicas, que nos dicen constantemente que debemos tener mucho cuidado con todo lo que nos sucede, pues nos va la vida en ello.

La vida moderna, lejos de la selva africana donde comenzó nuestra especie, ya no ofrece la disyuntiva literal de comer o ser comido, pero sí dispara nuestro sistema de alertas de manera casi idéntica. La genética, sumada a los problemas de contaminación y movilidad, la falta de acceso a los recursos básicos, las competencias laborales, familiares y sociales, junto con los pequeños y limitados espacios que habitamos, suelen conducirnos al estrés y, en ocasiones, a los trastornos de ansiedad.

Para diagnosticar un trastorno de ansiedad se debe descartar si se debe a una enfermedad médica o al consumo de alguna sustancia; si se debe a algún acontecimiento particular y si el temor es desencadenado por situaciones específicas. También si obedece a ideas persistentes, como las obsesiones, y finalmente, si las alteraciones provocan un malestar clínicamente significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad de la persona.

Y luego de descartar que no se trate de otra enfermedad o de algún acontecimiento puntual, tenemos la impresionante cifra de que cerca del 40% de la población mundial padece algún tipo de trastorno de ansiedad. Es decir, nuestro abuelo primate aparece en cuatro de cada diez Homines sapientes, con la suficiente frecuencia para desconfigurar su vida diaria, activando constantemente la alarma de muerte. No importa si los acontecimientos son grandes, medianos, pequeños o insignificantes. La alarma se dispara consumiendo recursos y energía que podríamos utilizar en actividades más lúdicas y productivas.

¿Se puede hacer algo? La verdad, no hay una fórmula única para enfrentar los trastornos de ansiedad. Pero mientras esperamos a que pasen los milenios necesarios para que la mente humana evolucione y vaya tomando distancia de la de nuestros antepasados amenazados, es prudente dedicarle un poco más de tiempo a lo que nos gusta, a lo que nos conecta con los placeres moderados, y un poco más de cabeza fría a los acontecimientos que nos conectan con nuestro abuelo simio. De otro modo nos fundiremos nosotros, antes que nuestra alarma.

El primate que nos habita

«Dondequiera que estemos, la sombra que trota detrás de nosotros tiene sin duda cuatro patas».
Clarissa Pinkola Estés

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Sí, el mico, el orangután, el primate, la bestia… por centenares de años hemos tratado de separarnos de la animalidad como mecanismo de defensa autoritario. La animalidad nos estorba, nos confunde, nos hace sentir de la misma materia de los bichos que matamos por asco, placer o supervivencia. Enfrentarnos al hambre, la deglución, la micción y la defecación, el sexo, la enfermedad y la muerte, nos confronta con eso que nos recuerda que tal vez no somos ángeles caídos del cielo sino un eslabón más en la infinita historia de las estrellas.

Ya lo mencionaba en mi trabajo de grado sobre el Efecto Westermarck enfrentado al Complejo de Edipo: en las ciencias humanas hay un claro reflejo de ese deseo humano de separarnos de la naturaleza, no sólo como un asunto tremendamente fructífero en términos teóricos sino también en términos emocionales. Nos da (¿inventa?) argumentos para sentirnos diferentes. El lenguaje, la razón, la religión, los símbolos y un largo etcétera que se modifica cada vez que la biología nos acerca de nuevo a la animalidad. Dentro de nosotros continúa habitando un primate que nos estorba pero que es el origen de lo bueno y lo malo que somos como especie.

¿Posición biologisista?¿reducionista? A lo mejor. Pero las demás posiciones no me convencen con sus elucubraciones teóricas y sus descalificaciones personales. El asunto metodológico de reducir el objeto de estudio a lo fundamental es más bien un signo de humildad ante nuestra capacidad intelectual limitada. Es el valor del argumento, la prueba, la confrontación de la hipótesis con la realidad y su capacidad para pronosticar lo que sucederá, lo que nos permite separarnos del delirio. Un delirio de ser la especie superior, que nos gusta, alimenta nuestro ego y nos confunde cuando nos maquillamos, acicalamos y cepillamos los dientes.

Estamos genéticamente tan cerca del chimpancé, que si una especie del espacio exterior visitara nuestro planeta encontraría realmente difícil reconocer inicialmente la diferencia. Por supuesto que nuestra forma de transformar y alterar el ambiente, les daría una pista a los extraterrestres para absolver a los demás primates y condenarnos a nosotros. Pero en términos reales fue una pequeña cadena de coincidencias lo que hizo que pudiéramos liberar nuestras extremidades superiores y aumentar nuestra capacidad cerebral para comenzar a dominar la Tierra.

¿La cultura es la antagonista de la naturaleza? No lo creo. Es más bien una estrategia de supervivencia. Sin lugar a dudas los memes tienen una nueva forma de transmisión pero su base sigue siendo la evolución del éxito reproductivo. Sin los imperativos de la naturaleza hubiese sido imposible la emergencia de la cultura en los Homines sapientes, estos que caminamos erguidos hoy por los Campos Elíseos pensándonos como el culmen de la evolución, mientras una mirada más desprevenida nos demuestra que los primos del Pitecántropo siguen habitándonos.

Aclarando dudas sobre la atención del psicológo en Medellín y Rionegro

La psicología clínica en Medellín y Rionegro (Llanogrande), es decir, la atención psicológica bajo dispositivos para terapia individual o terapia de pareja, ha estado rodeada de un halo de misterio y malos entendidos. La mayoría de los pacientes no saben a ciencia cierta que encontrarán y que pueden esperar de una cita con el psicólogo en Medellín o Rionegro. Titulo este texto bajo el marco geográfico de Medellín y Rionegro pues es dónde trabajo y, aunque supongo que en otras latitudes es similar, solo puedo hablar por lo que me toca.

Comencé mi labor como psicólogo en Medellín y Rionegro por medio del diseño de una campaña publicitaria que tratara de desmitificar el tema de asistir al psicólogo, usando el humor y las metáforas del tornillo, de la teja y del coco, para referirme a la mente humana. La campaña tocó las fibras de mis colegas de consultorio en Medellín, quienes me exhortaron a detenerla so pena de expulsarme de la casa de citas (psicológicas), en ese entonces ubicada cerca a la bomba de los Almendros, sitio en donde atendía mis primeros pacientes.

Partí entonces con mi humor para otro lado y comencé a atender pacientes adultos con trastornos de ansiedad o con dificultades de pareja, en los Valles de Aburrá y de San Nicolás. Allí me he encontrado con las mismas inquietudes respecto a qué esperar y cómo participar de la consulta psicológica ¿Cuánto dura una consulta con el psicólogo? ¿Qué vale una cita de psicología? ¿Cuánto tarda un tratamiento psicológico? Siempre trato de responder a estos interrogantes de una manera breve y sencilla, pero para facilitar un poco las cosas he decidido escribir este breve artículo.

Lo primero que suele suceder es que alguien llama a preguntar por el valor de la consulta. Aunque mis colegas acostumbran dejar ese tema para después, yo lo abordo de una vez y advierto que la primera consulta debe cancelarse por anticipado, debido a que un alto porcentaje de personas se deja vencer por la vergüenza, y otros más, después de llamar, se sienten mejor y no asisten a esta primera sesión. Como me muevo entre Medellín y Rionegro, no puedo darme el lujo de viajar de un sitio a otro para quedarme esperando al paciente. Muchas veces lo hice, pero mis perros me han hecho el reclamo de la pérdida de tiempo que he podido pasar con ellos.

Si la consulta no es para quien llama, yo atiendo jóvenes y adultos, no niños, pido que se ponga al teléfono quien asistirá. De este modo puedo evaluar un poco mejor lo que busca la persona y evitar malos entendidos. Finalmente, la terapia psicológica es para quien desea realizar un interesante, aunque incómodo, ejercicio de introspección, experiencia que no todos están dispuestos a sufrir y que, dicho sea de paso, tampoco necesitan todos. ¿Usted me va a decir, doctor, lo que debo hacer? Me interrogan, y la respuesta siempre es negativa. Negativa, porque yo no tengo ese poder y porque eso descargaría en mí la responsabilidad que tiene el paciente sobre su propia vida.

¿Y entonces por qué me cobra si yo soy el que trabajo? Buena pregunta pero equivocada perspectiva. Realmente ambos trabajamos en la terapia. Yo, desde mi posición de terapeuta, observando y cuestionando algunos pasajes de lo que se expresa en vivo y en directo, y el paciente contando de forma honesta y desprevenida lo que le acontece, le incomoda y sobre lo que desea trabajar. Hace muchos años hice esa misma pregunta a mi psicoanalista y me dijo que era por el espacio del consultorio y su presencia. Creo que esa respuesta fue incompleta pues no se trata de cubrir el costo de un alquiler y el de estar presente, sino de una escucha activa y una intervención oportuna con las preguntas adecuadas.

La mayoría de los pacientes desertan a las pocas sesiones, y es normal. La psicología clínica no se hizo para todo el mundo. Como decía anteriormente, la consultas psicológicas implican un esfuerzo personal que pocos están dispuestos a pagar, pero que, quienes se atreven, logran valorar por el conocimiento personal que obtienen de sí mismos y el conocimiento que desarrollan de su personalidad, sus virtudes y sus defectos. Por eso se habla de tratamiento y no de curación. Finalmente, hay cosas con las que vinimos, otras que adquirimos y otras más de las que nunca nos deshacemos.

Lo más importante es reconocer que aunque hablar es diferente a pensar, y nos ayuda tremendamente a organizar y proporcionar las ideas que en la imaginación se ven tan amenazantes, no es suficiente para conseguir una modificación de la realidad. Si se quiere modificar la vida personal, ese pequeño universo que manejamos, se deben hacer cambios en la forma de pensar y de actuar. Algunos dirán que también en la forma de sentir. Los psicólogos evolucionistas aún debatimos sobre este último punto pues creemos que muchas veces hay que actuar en desacuerdo con los sentimientos en aras de la convivencia.

Muchos interrogantes quedan sueltos en este artículo, pero no deseo extenderme más. Es seguro también que otras dudas surgen de acuerdo con el momento personal e histórico del paciente, pero espero haber aclarado por lo menos las más importantes. Si hay alguno más que haya dejado en el tintero no dejen de comentarlo y escribirlo justo debajo de esta publicación. Estaré atento a responderlos y, por supuesto, a escucharlos en mi consultorio de psicología.