Padres condicionados por sus hijos

Muchos padres de familia creen que reprender a sus hijos es perjudicial para su estabilidad emocional. La verdad no se sabe que tan perjudicial es hacerlo pero lo que si se sabe, a ciencia cierta, es lo perjudicial que es dejar de hacerlo.

Es alarmante como cada vez es mayor el número de padres de familia que dejan de reprender las conductas inapropiadas de sus hijos por temor a causarles algún “trauma psicológico”.  Estos progenitores se ven abrumados e impotentes ante las pataletas, insultos y, en ocasiones, hasta golpes de sus propios hijos sin lograr encontrar una alternativa que les permita marcar un limite sano y claro a esta clase de comportamientos.

El conocimiento popular de la psicología ha llevado a que se hable mucho de ella y se conozca poco, haciendo que las más de la veces se interpreten equivocadamente sus principales postulados. En el caso de la pautas de crianza infantil se ha creído que colocar límites y normas al comportamiento de los pequeños, es fuente de problemas emocionales que marcarán el resto de sus vidas, volviéndolos seres humanos infelices y frustrados. Craso error.

Los seres humanos somos una especie especial en términos de aprendizaje. Tenemos un cerebro que no termina de formarse hasta muy avanzada nuestra adolescencia, al contrario de muchos otros animales que nacen con casi todas sus capacidades comportamentales y cognitivas formadas. De hecho, debido a nuestro cerebro nacemos con casi un año de anticipación en términos de desarrollo evolutivo, ya que sería imposible pasar por el canal de parto de la madre con el tamaño de la cabeza que tiene un niño normal de 12 meses.

Este cerebro viene equipado con un repertorio inmenso de conductas innatas pero también provee la posibilidad de aprender muchas otras, e incluso modificar, en parte, algunas de las innatas. Es por ello que cuando somos infantes necesitamos de la ayuda y la guía de miembros mayores, como papá y mamá, para cuidarnos y enseñarnos a sobrevivir.

Parte de esta sobrevivencia implica aprender a reconocer las normas y saber acatarlas. Algo que no siempre es cómodo o gustoso pero que es necesario para desarrollarse como persona y hacer parte de la civilización de la cual dependemos; obviamente sin caer en reglamentaciones excesivas y sin sentido. La norma establece un principio de regulación que permite anticipar consecuencias y fundamenta el desarrollo de la inteligencia en el niño.

La naturaleza misma nos ha dotado con un lóbulo frontal de mayor índice que el de las demás especies, en el cual parecen ubicarse el control de la regulación y la prospección de nuestros actos, lo que nos ha dado una considerable ventaja para enfrentarnos al mundo; aunque nuevos estudios parecen demostrar que este control también puede tener su origen en estructuras cerebrales más primitivas lo que implicaría que el origen de la regulación de los impulsos no seria un patrimonio exclusivo del Homo sapiens.

Cuando un niño hace una pataleta, enfrenta a su padre a un experimento involuntario en el que el pequeño evalúa el tipo de respuesta que obtiene de su progenitor al mejor estilo del conductismo clásico. Si el niño descubre que su estimulo genera la respuesta deseada continuará emitiéndolo recurrentemente controlando de esta manera el comportamiento de sus padres que cada vez se verán en mayor desventaja a medida que el pequeño gana en poder.

Si los padres quieren modificar este tipo de actitudes y de posición, deben dejar de temerle a las pataletas o insultos de sus hijos, demostrándoles que esa forma de proceder no producirá los efectos esperados. La actitud debe ser calmada y de cierta indiferencia ante la conducta pues de lo contrario el pequeño descubrirá que aunque no logra lo que se propone si logra descomponer a sus padres.

Los niños necesitan normas claras que les permitan aprender a leer los contextos y a comportarse de acuerdo a la ocasión, que les enseñen a regular sus comportamientos en aras de sus objetivos y que les posibiliten reconocerse a si mismos en los demás. De lo contrario deberemos acostumbrarnos a nuevas generaciones que considerarán que pueden tomarlo todo por derecho propio y que nada vale la pena.