¡Bienvenido C3 – Colegio de Ciencias del Comportamiento!

Las Ciencias del Comportamiento son la aplicación práctica de los avances de las Ciencias Cognitivas. La filosofía, la psicología la inteligencia artificial, las neurociencias, la antropología y la lingüística dan forma a un diálogo multidisciplinar que nutre campos como la etología, la economía, la política, la comunicación o el marketing en un árbol frondoso en el que todos los días se desarrollan nuevas ramas.

Abonando este árbol, en PSICOSAPINES apoyamos una nueva iniciativa educativa llamada C3 – Colegio de Ciencias del Comportamiento, desde nuestra perspectiva de Psicología Evolucionista, en aras de ofrecer Educación en línea de Alta Calidad a todos los profesionales hispanohablantes que deseen aprender sobre las Ciencias del Comportamiento y aplicarlo a su formación profesional y personal.

La humanidad enfrenta grandes retos comunes como la reciente pandemia por el Coronavirus SARS-CoV2 o la emergencia climática que todos los días avanza a pasos agigantados pero sin que nuestras decisiones y conductas se modifiquen significativamente debido a los obstáculos evolutivos que entraña para nuestra mente el avance lento del fenómeno.

Solo el conocimiento claro, juicioso y honesto de nuestras virtudes y defectos nos permitirá reconocernos junto con los demás animales que habitan la biósfera, para enfrentar juntos las amenazas y oportunidades de habitar un planeta con cientos de especies compitiendo y cooperando a la vez, viajando en esta extraña roca intergaláctica que atraviesa el espacio sideral.

C3 – Colegio de Ciencias del Comportamiento se constituye en una fuente de conocimiento para la discusión y la conversación racional y empírica desde la formación académica y humana, que emerge hoy en medio de la esperanza. Le deseamos buen viento y buena mar, navegando con la confianza en hallar, sin prisa, tierra firme. Para ver el avance de este velero llamado C3, los invitamos a visitar el sitio web www.c3-edu.com

La fortuna del espectador consciente

“Survival is only important because the dead can’t reproduce!”
Zimmerman

Por: Fabián Sebastián González Mazo
Tal como lo ilustra el escritor estadounidense Mark Twain en su texto “Cartas desde la Tierra” (2006), cuya primera edición (1962) no pudo ser publicada hasta varios años después de su muerte, el ser humano se ha considerado a sí mismo como una obra de gran importancia dentro de la magnánima empresa de Dios. Twain utiliza un tono sarcástico y ciertamente humorístico, en el cual se puede encontrar, entre otras, una crítica en torno a la vanidad del hombre y, por qué no, una crítica al modelo estándar de la religión cristiana que busca explicar la vida. En palabras del arcángel Satanás, quien se encargó de escribir algunas cartas para San Miguel y San Gabriel con el ánimo de informar sobre la obra del Divino, el hombre “cree que el Creador está orgulloso de él; hasta cree que el Creador lo ama; que siente pasión por él; que se queda levantado de noche para admirarlo; sí, y que está para protegerlo y alejarlo de problemas… Llena sus oraciones de toscas alabanzas floridas y de mal gusto y piensa que Él se sienta ronroneando a gozar de esas extravagancias” (Twain, 2006, p. 19).

Desde la publicación de “El Origen de las Especies” en 1859 por Charles Darwin, la discusión en torno al origen del hombre ha persistido en el ámbito académico y fuera de este. Daniel Dennett ilustra dicha situación afirmando que la teoría de la selección natural es uno de los aportes más significativos a la cultura y “la compara con un ácido universal, es decir, con una sustancia tan corrosiva que no puede ser envasada de ninguna manera, pues cualquier envase es incapaz de resistir su fuerza implacable de destrucción” (Corral Cuartas, 2009, p. 96). Efectivamente, la idea de Darwin ha originado diversos cuestionamientos desde su nacimiento, y entre ellos se encuentra la pregunta por el creador y el estatus del hombre en ese proceso ciego que representa la selección natural.

La selección natural trajo consigo diversas ideas que han sido difíciles de asimilar para el hombre, entre las cuales se encuentra la de que no hay necesidad de un diseñador inteligente para que la empresa de la vida (que finalmente es la que toma protagonismo) se despliegue con su gran variedad. “El mensaje de Darwin es que la complejidad presente en los seres vivos, desde los procariotas, hasta los seres humanos, pasando por los organismos unicelulares, y los primates, así como la generación de órganos altamente complejos como los ojos o las alas y finalmente la aparición de la cultura y del lenguaje, en cuanto vehículo para la expresión, discusión y rechazo de las ideas, todos estos procesos son consecuencia de transformaciones graduales y lentos de selección natural a lo largo de los eones” (Corral Cuartas, 2009, p. 103). La idea de un proceso ciego, sin mente y sin ningún propósito en particular, y sobre todo uno que no incluye al hombre como un organismo superior, ha causado discusiones acaloradas. ¿Por qué es tan difícil considerar tal concepción? “Quizá por estar los seres humanos tan familiarizados con la complejidad inherente a los procesos de diseño en las artes y en la técnica y quizá por la circunstancia de que los seres humanos organizamos casi todas nuestras acciones en torno a propósitos, es decir, a la definición de unos fines para los cuales buscamos unos medios, suponemos por vía de analogía que la naturaleza en su complejidad exige la presencia y acción de un diseñador inteligente” (Corral Cuartas, 2009, p. 95).

“Se podría ver ahora que las fuerzas biológicas solas explicaban la variabilidad en el mundo; así, era innecesario dar vuelta a una autoridad más alta como una explicación directa de la diversidad de la vida” (Zimmerman, 2012, p. 16). Aunque rebatir el estatus de Dios no fuera posiblemente el objetivo de Darwin, su teoría, y la lectura concienzuda de esta, inevitablemente hicieron que el hombre encontrara que el puesto de gran diseñador del universo estaba vacante, con el agravante de que nadie tendría que ocuparlo. De esta manera, el carácter mítico del dios creador se vio fuertemente reforzado, lo cual no tiene por qué ser negativo, puesto que el mito tiene cierto valor instrumental. En el mito la verdad se manifiesta como un rastro, dentro de sus objetivos

está persuadir a una multitud, además de obtener provecho de las leyes y el bien común (Casas, 2013). “Es decir, en primer lugar, la religión posee un valor instrumental (porque para la mayoría de los seres humanos la deliberación es algo que queda fuera de sus posibilidades). La religión y las costumbres morales prestan ayuda a ese enorme colectivo al evitar que desesperen, que caigan en el crimen, etc. La tendencia al término medio que promulgan, tiene por objeto inculcar una receta para evitar que, sea cual fuere la situación considerada, una persona de racionalidad limitada se equivoque demasiado (por exceso o por defecto) en cada decisión que tome” (Casas, 2013, p. 126).

Un caso particular

“Tanto desde la perspectiva de las grandes religiones como desde la óptica de la filosofía, el ser humano se impone a sí mismo una corona, para reinar en el centro de la creación, apelando a una razón salida del sombrero de su propio ingenio” (Corral Cuartas, 2009, p. 100). Teniendo en cuenta la cita anterior, y con el objetivo de explorar las reacciones que se produjeron a raíz de la divulgación de la teoría de la selección natural, se observará a continuación el caso de Colombia y su “recepción” de la idea de Darwin. Para tratar de entender lo que sucedió es necesario partir del presupuesto de que quienes se adhirieron a la polémica evolucionista no eran precisamente biólogos o interesados en la historia natural, sino personajes de la política o la religión (Díaz Piedrahita, 2012).

Se trataba de una época agitada, segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, y se destacaba en el panorama intelectual el pensador y político Miguel Antonio Caro (1843 – 1909), quien en su trabajo “El Darwinismo y las Misiones” criticó duramente al escritor Jorge Isaacs. Esto último debido a que el autor de “María” había realizado un trabajo a partir de observaciones de campo llevadas a cabo a lo largo de seis meses y que tuvo como resultado un texto llamado “Estudio sobre las tribus indígenas del Magdalena”. En este trabajo consignó algunas observaciones e indagó en torno a la idea de Darwin, haciendo gala de una apertura que no caracterizaba a Caro ni a muchos otros personajes indignados en aquel entonces. Al inicio del texto de Isaacs se puede apreciar un fragmento que ilustra la actitud de aquel hombre al abordar los fenómenos que pretendía estudiar:

«Los hombres de ciencia juzgarán únicamente por la valía o importancia de los resultados; es lo natural y lógico, es su derecho temible; mas los del país si tendrán en cuenta que sólo ahora está él dando los primeros pasos, vacilantes por lo mismo, en este género de estudios, tan ocasionados a dificultades, hostilidad y peligros en las comarcas salvajes, como a menos en las civilizadas y en la blandura y el grato calor del gabinete” (Isaacs Ferrer, 1884, p. 4). Isaacs abordó su cometido con prudencia y admitiendo que lo que él pudiera escribir acerca de sus observaciones de campo en aquellos seis meses no sería más que material que debía ser sometido a una revisión seria y, lo más importante, por una comunidad científica. Además, en sus palabras se puede apreciar que no consideraba a las personas del país como hombres de ciencia. Por su parte, Caro se dedicó a atacar directamente los argumentos del observador de comarcas indígenas, manifestando fuertes palabras en torno a aquel hombre que intentaba dar cabida en el país a estudios de biología desde una perspectiva evolucionista. Las palabras de Caro fueron las siguientes: “No se puede negar que los remedadores de Darwin, por su Inclinación a la imitación grotesca, tienen ciertas afinidades, con su presunto abolengo; afinidades, decimos, y nada más como las podemos cualesquiera hombres tener con las imágenes de virtudes y vicios repartidas en la naturaleza animal; pues, por lo demás, no admitimos para ningún racional, inclusos los darwinianos, la miserable alcurnia que ellos con tan escaso sentimiento nobiliario se atribuyen» (Caro, 1962, p. 307).

Las palabras de aquel hombre distaban muchísimo de ser una réplica científica, se trataba más bien de una reacción bastante folclórica que, si buscaba evitar a toda costa el parentesco con los demás primates, falló de principio a fin. Hay varios puntos que vale la pena considerar. Primero, no hay un verdadero acercamiento a la teoría, sólo se puede apreciar una vaga idea de la ascendencia común del ser humano, aunque se utiliza más como un arma de ofensa que como un enunciado argumentativo. Segundo, da muestra de que a partir de la mala lectura de Darwin, combinada con un orgullo desmedido propio de quien se ve destronado, se obtienen unos resultados desastrosos a la hora de insertar las nuevas ideas en el ámbito del conocimiento, de aquel que es riguroso y no teatral. Por último, decir “no admitimos para ningún racional, incluso los darwinianos” señala que la cuestión se abordó indebidamente desde el principio, puesto que se tiñó de ideología, opacando la discusión que las personas realmente interesadas en la evolución podrían haber adelantado. En otras palabras, se convirtió en una lucha donde para algunos era inconcebible verse rebajado a ser descendiente de un mono.

La teoría de la selección natural puso a temblar el piso de los conservadores, quienes indignados se afanaron por atacar con argumentos pobres aquella idea revolucionaria. El rezago en términos científicos en el país pudo pronosticarse desde el principio, puesto que los altos mandos del gobierno se encargaron de desprestigiar a Darwin y su teoría, como si se tratara de una cuestión de alcurnia. Tal como señala Díaz Piedrahita (2012): “Estos novedosos conceptos obviamente alteraban la estabilidad, la armonía y el orden de la creación y de paso socavaban la moral y el principio de autoridad oficial y de la Iglesia local que se inmiscuía indebidamente en el manejo del gobierno” (p. 82).

¿Ciencia vs. Religión?

En un caso aún más sorprendente, y francamente lamentable, Monseñor Juan Buenaventura Ruiz, obispo de Popayán entre 1888 y 1894, arremete sin ningún reparo (ni conocimiento) contra la teoría de la selección natural. “El comentarista parte de la premisa de que una parte de la humanidad aspira a ser maestra del resto mediante la supresión de lo sobrenatural, tratando de destronar a Dios a través de un lenguaje moderno denominado ciencia. Para Ortiz, la ciencia disputa a la fe el dominio de las almas, pues pone en tela de juicio el hecho de una creación general y sosteniendo la creación inmediata de las especies y del hombre, pretendiendo hacer a este descendiente de los animales” (Díaz Piedrahita, 2012, p. 83). Las manifestaciones de Monseñor Ortiz permiten retomar algo que se mencionó al principio de este texto acerca del valor instrumental de la religión en

la vida del hombre. Para Ortiz, se trata claramente de una lucha de poder, cuyos protagonistas son dos pastores enfurecidos que luchan incansablemente por el dominio de un gran (y productivo) rebaño de ovejas. Posiblemente, en aquel momento y aún en la actualidad, ciertos sectores de la religión guardan un profundo miedo a la verdad, la verdad que promueve el pensamiento crítico e impide que las cabezas de los hombres se muevan de arriba a abajo de manera rítmica. De esta manera, cabe aclarar que la concepción de Ortiz es errada, puesto que no se trata de cambiar La Biblia por el libro “El Origen de las Especies”. El conflicto no es entre ciencia y religión, sino entre la concepción medieval y la concepción moderna del mundo (Tamayo, 2011).

Así, mientras el Papa Pío XII, Eugenio María Giovanni Pacelli (1876–1958), se manifestó ante la Academia Pontificia de Ciencias afirmando que el ser humano se diferencia de los demás animales por su alma, y que Adán no pudo ser hijo de un bruto, el Papa Juan Pablo II, Karol Jósef Wojtyla (1920– 2005) expresó una posición contraria, dejando claro que los conflictos entre ciencia y religión podían simplemente no existir: “En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La convergencia, no buscada ni inducida, de los resultados de los trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye en sí misma un argumento significativo en favor de esta teoría” (Tamayo, 2011, p. 110).

Por otro lado, tal como se puede observar en las palabras del papa Juan Pablo II, el enfrentamiento entre ciencia y religión, entre fe y razón, no resulta ser una postura generalizada en el ámbito religioso. Otro ejemplo de ello es la teóloga Uta Ranke- Heinemann, quien es su obra “No y amén: invitación a la duda” (1998) aborda algunos temas centrales del Nuevo Testamento con gran rigurosidad. Invita, entre otras cosas, a hacer una nueva lectura de los textos allí compilados y descubrir una verdad que no choca contra la razón del hombre de hoy ni ofende su inteligencia (Ranke-Heinemann, 1998). Tal como se mencionó anteriormente, el conflicto es entre la concepción medieval y la concepción moderna del mundo. Aunque el ejercicio de crear un ambiente no hostil entre ámbitos que a lo largo de la historia se han encontrado desgraciadamente en oposición sea algo difícil de asimilar para la mente del hombre moderno, para Ranke-

Heinemann no es tarea de la Iglesia hacer comprender e ilustrar al hombre, y por tanto no ve necesario que la cuestión sea forzosamente elegir estar en un lado u otro. En la introducción de su texto habla de las explicaciones que brinda en su abordaje del Nuevo Testamento, las cuales pueden resultar ofensivas para ciertas personas, aseverando que “[…] la razón no puede dañar a la fe; más bien, y con mayor frecuencia, la fe ha dañado a la razón. Y, bien mirado, querer creer sin que la razón sufra daños es un acto piadoso” (Ranke-Heinemann, 1998, p. 14). Más allá de promover ciegamente este tipo de posturas, vale la pena resaltar que no pocas veces es la vanidad (como se menciona en el texto “El Origen del Hombre”, de Darwin) la que impide que argumentos serios sean valorados como se debería, con rigor científico.

El hecho de que algunos movimientos fundamentalistas tomen la Biblia al pie de la letra y, más aún, que la lean como un texto científico, ha dificultado la relación existente entre ciencia y religión. Tamayo (2011) sintetiza de manera magistral la idea según la cual el conflicto entre ciencia y religión no tiene cabida, expresando que “la ciencia y la fe religiosa no están en contradicción ni pueden estarlo, puesto que no se solapan, son dos modos diferentes de conocimientos porque se centran en distintos planos de una misma realidad, y por lo tanto no pueden entrar en conflictos reales; la verdad científica no puede oponerse a la verdad religiosa… No hay que confundir: la Biblia no es un libro científico, sino histórico-religioso, y El origen de las especies no es un libro religioso, sino científico. También se debe aclarar que la verdadera confrontación es entre las ideas de la ciencia actual y la visión medieval del mundo, que actualmente mantienen solo pequeños grupos anticientíficos; que las posiciones antievolucionistas no son propias de científicos y que la jerarquía católica respeta las ideas científicas, incluyendo a la teoría de la evolución biológica. En síntesis, los anticientíficos antievolucionistas desprestigian tanto a la ciencia como a la religión” (p. 115-116).

El hombre no es el centro

Tal vez los partidarios de aquellas posturas religiosas que abogan por darle a Dios un lugar en la creación no estén precisamente interesados en asegurar el estatus divino, sino en defender su propia posición en la naturaleza. En el siguiente fragmento de una obra del señor Miguel Antonio Caro puede reflejarse mejor la idea anterior:

“Te han calumniado
¡Oh Dios! Tú oyes el grito
Del corazón doliente y consternado; Tienes misericordia y no has proscrito
La augusta libertad. Te han calumniado”.
Caro, M.A. (1888). Artículos y discursos. Primera parte. Bogotá: Librería Americana.

Cabe preguntarse, ¿qué tanto lamentará el señor Caro la calumnia hacia su dios? ¿No estará dicha lamentación más encaminada al propio hombre tan preocupado por su ascendencia biológica? No parece fácil la tarea de asimilar que no se es la creación central de un Dios que está constantemente en función de su pequeña y no tan humilde obra. Nuevamente, Satanás en su labor informativa resulta útil para ilustrar estas cuestiones: “Y ¿para qué servía todo esto según sus intenciones? Tan solo para iluminar este mundito de los hombres. Este fue su único objetivo, y ningún otro. Uno de los veinte millones de soles (el más pequeño) debía iluminar la Tierra de día, y el resto tenía la función de ayudarle a una de las innumerables lunas del universo a atenuar las tinieblas de la noche” (Twain, 2006, p. 28).

A menudo la ciencia destruye paradigmas, brinda nuevas formas de pensar los fenómenos del mundo, abre posibilidades no imaginadas, provee al hombre de herramientas para pensarse a sí mismo y, como sucede con la idea de Darwin, le informa acerca de su propio estatus en la naturaleza. Mal signo es que los paradigmas científicos permanezcan inmóviles e impenetrables, sin ninguna oportunidad de avance, puesto que es esto último lo que le interesa a quienes se dedican a enriquecer el conocimiento científico. Por otro lado, es la vida la que se abre paso día a día. Mediante la variación, la competencia y la herencia, y su interacción permanente a lo largo de extensos periodos de tiempo, se produce lenta y gradualmente por vía de la selección una acumulación de ventajas que favorece la preservación de los individuos (Corral Cuartas, 2009). No hay un fin especial, no hay un plan para sorprender y fascinar al hombre, no hay un sentido “a priori” en esta empresa ciega y desenfrenada llamada vida. Sin embargo, ¿por qué no aprovechar que nos hemos convertido en espectadores conscientes de tan fascinante empresa?
fsebastian.gonzalez@udea.edu.co

Brujería: en tierra firme


Por: Fabián Sebastián González Mazo
A lo largo de la historia y en distintas comunidades se han producido fenómenos de alto impacto que, al tratar de hallarles una explicación, se ha recurrido a modelos que señalan como causa algún tipo de fuerza sobrenatural, no aprehensible por parte del ser humano. No se trata simplemente de explicaciones en forma de narraciones inocuas, sino de modelos que, al estar arraigados como parte del tejido fundamental de determinada comunidad, cobran una efectividad nada despreciable. Tal es el caso de la brujería y la locura que hubo alrededor de sus supuestas implicaciones, que interferían con las buenas costumbres infundidas por la Iglesia Católica. Vale la pena abordar este caso no como un misterio, sino como un producto de la actividad humana que puede hallar piso en circunstancias prácticas o materiales.

Siguiendo la idea de Marvin Harris (1980), según la cual es posible explicar pautas culturales diferentes a partir de condiciones materiales, se explorará a continuación algunos factores que pudieron haber estado implicados en el desarrollo del fenómeno de la brujería, la caza de brujas y la locura entorno a su supuesta existencia. Sin embargo, ¿por qué estudiar un tema como este? Porque, entre otras cosas, alrededor de 500.000 personas murieron bajo el cargo de brujería en Europa entre los siglos XV y XVIII (Harris, 1980). Por otro lado, los procedimientos judiciales que se llevaron a cabo a raíz de las persecuciones influyeron fuertemente en la vida social y cultural de la temprana Edad Media (Daxelmüller, 1997).

Arbitrariedad eficaz

Steven Pinker (2003) señala que “lo que llamamos «cultura» surge cuando las personas hacen un fondo común y acumulan sus descubrimientos, y cuando instituyen convenciones para coordinar su trabajo y arbitrar sus conflictos” (p. 101), lo cual se puede rastrear claramente en el caso de la brujería en Europa. El encuentro herejía-brujería no estaba instituido en la tradición europea desde siempre. Fue el Papa Juan XXII quien, mediante una bula expedida en 1326, fusionó tales conceptos, dando paso a una persecución indiferenciada en la que cabían tanto los acusados por brujería como aquellos que llevaban a cabo prácticas religiosas distintas a las de la Iglesia Católica (Contreras, 2010). Tal convención fue instituida por un mando superior, de manera que el conflicto al que la Iglesia tanto le temía podría atacarse con toda la fuerza necesaria. La influencia de la Iglesia Católica era tal[1], que el establecimiento vertical de tal mandato penetró eficazmente en la comunidad en general y entró en funcionamiento, soportada por todo un pueblo que se adhería (tal vez sin otra opción) a la palabra del sumo pontífice.

Dado lo anterior, no resulta sorprendente que en el año 1000 d.C la Iglesia Católica prohibió la creencia de que los vuelos de las brujas ocurrían efectivamente y que, después del año 1480, prohibió la creencia de que no ocurrían (Harris, 1980). De nuevo, la influencia de la Iglesia en la vida de las personas no era nada despreciable, se trataba de un sistema de creencias bastante arraigado en la comunidad. De esta manera, el tema de las brujas cobró una relevancia importante y, en ese sentido, adquirió un carácter mítico. “El mito, hemos de añadir sin más dilación, puede vincularse no sólo a la magia, sino a cualquier forma de poder o demanda social. Se usa siempre para dar cuenta de uno o más privilegios o deberes extraordinarios, de las grandes desigualdades sociales, de las pesadas obligaciones del rango, sea de alta o baja alcurnia […] El mito religioso, empero, se acerca más a un dogma explícito, cual la creencia en el mundo del más allá, en la creación o en la naturaleza de las divinidades, dogmas que vendrían tejidos en forma de leyenda” (Malinowski, 1948, p. 31). Tal dogma explícito, ilustrado claramente en las variaciones inducidas por parte de la Iglesia, no respondía a simples caprichos y encontrará una explicación (o al menos una aproximación plausible) más adelante en el presente texto.

Otro ejemplo puede ayudar a ilustrar cómo los grupos de personas adoptan distintas maneras de enfrentarse a los conflictos de la vida cotidiana. Se trata del caso de un pueblo tlaxcalteca (México) en el cual, en el primer cuarto del siglo XX, surgió un choque entre los habitantes a raíz de una serie de padecimientos de los que eran víctimas algunos niños de la comunidad.

Por un lado, había quienes afirmaban que en las noches la bruja “mascaba o mordía” a sus niños recién nacidos, posición que había sido legitimada por el juez del registro civil municipal y, por el otro, estaba el cura de la parroquia, quien explicaba el fenómeno de la muerte de los niños como producto de una enfermedad llamada alferecía (epilepsia) y, en otros casos, de intensa fiebre (Méndez, 2015). No se trata de simples ideas que tienen las personas en su cabeza, sino de explicaciones causales mediante las cuales se relacionan con el fenómeno. Así, la visión de ambos “bandos” era bastante distinta y, por consiguiente, la manera de enfrentar tal problema también. Se presentan entonces dos maneras de contrarrestar el fenómeno: quienes lo adjudicaban a las brujas colocaban en la noche en la cama del niño un espejo y una tijera, y detrás de la puerta de la casa, un crucifico y una cubeta con agua; y el cura afirmaba que dichas medidas no servirían, puesto que se trataba de enfermedades propias de la infancia que debían tratarse como tales (Méndez, 2015).

Aunque darles un carácter mítico a los distintos fenómenos los “aleje del suelo”, no dejan de estar abordados a partir de narraciones hechas por las mismas personas. Las narraciones no invaden a las comunidades como si se tratara de plagas invisibles, sino que son creadas por esas mismas personas con el fin de explicar lo que sucede a su alrededor. En síntesis, “Los seres humanos son una especie cooperativa y que usa los conocimientos, y la cultura emerge de forma natural de ese modo de vida” (Pinker, 2003, p. 101).

Brujería autosuficiente

Si las brujas no existieron en realidad y, tal como se ilustró con anterioridad, su difusión respondía a las órdenes categóricas de la Iglesia acerca de su naturaleza y veracidad, ¿cómo fue que el fenómeno pudo extenderse por tanto tiempo y se hallaron tantos culpables? Buena parte de la respuesta la encontramos en un medio que garantizaba una acción en cadena: la tortura (Harris, 1980). Las fuertes torturas a las que se veían sometidas las personas acusadas de brujería tenían la función de obligar a la presunta bruja a señalar a otra, de manera que pudiera seguirse su rastro. No cabe duda de que, si una persona ha soportado fuertes maltratos, aunque esté convencida de que la acusación es falsa, terminará admitiendo su delito e incriminando a otros. El dolor, el sufrimiento y el deseo de alivio llevaron a muchos acusados a asumirse culpables de un delito falso. Así, es curioso encontrar que cuanto más se examinaba, más brujas aparecían; se convirtieron en una plaga que crecía de manera sorprendente (Trevor-Roper, 2009).

“[…] una persona, bajo sufrimientos extremos, confiesa todo lo que se quiera oír de ella, y es obvio que las listas de preguntas estándar que se conocen bajo el nombre de “Martillo de las brujas” (Malleus Maleficarum), introducían a la fuerza conocimientos elitistas acerca de la magia y la hechicería en las mentes de los sospechosos pertenecientes en su mayoría a los estratos más bajos de la población. La catequesis religiosa hacía el resto” (Daxelmüller, 1997, p. 42). Esto nos lleva a otro punto nuclear en lo que al mantenimiento y fortalecimiento de la falaz brujería se refiere: la manía de las brujas sirvió como herramienta disciplinar y de distracción, que encubrió la corrupción y el abuso del clero y las clases altas. No se trata aquí de determinar un único móvil que impulsó la locura de la brujería, puesto que se trata de un fenómeno de tal complejidad que necesita ser abordado desde distintos frentes para obtener una aproximación más o menos plausible en la que apoyarse. Sin embargo, el aspecto del dominio por parte del clero y la nobleza es de suma importancia.

Dominio y miedo a la oposición

Ya nadie oculta que el Tribunal del Santo Oficio haya obligado a culpables e inocentes a declararse culpables de herejía (no se puede perder de vista que herejía y brujería conformaban un concepto indiferenciado), o que muchos procedimientos se hayan hecho a partir de calumnias o sospechas infundadas. Los inquisidores procedían de manera voraz en pro de la “limpieza” de las casas de toda aberración religiosa o cívica. Sin embargo, tal como valdría esperarse, sus ojos eran incapaces de ver los pecadillos de la propia infraestructura religiosa (Mejías-López, 1999).

En América, por ejemplo, donde la Inquisición se reglamentó en la época del comienzo de la conquista a pesar de que las Indias no contaban con recursos suficientes para establecer un tribunal inquisitorial, quedó muy claro que la Iglesia Católica, encabezada por sus ministros, se empeñó en asegurar que ninguna secta anticatólica lograra penetrar en el territorio y se convirtiera en competencia para la administración de las almas de aquellos pobres salvajes sin ropa (Mejías-López, 1999). El mando estaba establecido, la combinación gobierno-iglesia, junto a la jerarquía ya “pactada” que ponía a los conquistadores como dotados de la facultad de administrar la tierra (y con ella la gente y sus tradiciones), aseguró que ningún intruso tuviera la oportunidad de manchar las mentes en proceso de adoctrinamiento.

“Los indios, físicamente desnudos, también son, para los ojos de Colón, seres despojados de toda propiedad cultural: se caracterizan, en cierta forma, por la ausencia de costumbres, ritos, religión (lo que tiene cierta lógica, puesto que, para un hombre como Colón, los seres humanos se visten después de su expulsión del paraíso, que a su vez es el origen de su identidad cultural)” (Todorov, 1987, p. 44). En consecuencia, a América no llegaron sólo las instrucciones de lo que era una herejía y cómo condenarla; además de ello se realizó una especie de cruzada, donde los nativos no tenían más opción que adoptar los rituales y la religión que los conquistadores les brindaban. De no ser así, y en el caso de que alguien defendiera sus propias costumbres, caería en calidad de hereje/brujo, con el pecado de haber sostenido algún tipo de vínculo con el demonio.

En consecuencia, el hecho de que la cacería de brujas se extendiera aún a zonas más alejadas de Europa no responde a los largos vuelos emprendidos por brujas (a su demoniaca internacionalización), sino a la expansión de un delito importado a la fuerza, que incluía artificiosamente los culpables fácilmente identificables.
Pero no todo era dominio, puesto que también había en la Iglesia un miedo a que la oposición tomara fuerza y se convirtiera en un asunto incontrolable. “La figura jurídica de la magia […] no se refería tanto al mago como individuo, sino a grupos, a la reunión de varias personas que formaban conventículos clandestinos en el “subsuelo”. El miedo a una oposición organizada lo volveremos a encontrar más tarde en la idea acerca de las sectas diabólicas, en las que se incluía a miembros inconformistas de la sociedad como apóstatas, herejes, judíos y, finalmente, a las brujas mismas” (Daxelmüller, 1997, p. 83). En efecto, la idea abstracta de la brujería, sostenida mayormente por las clases altas, afectaba a las capas más bajas de la sociedad, con la particularidad de que tales personas no tendrían tanta oportunidad de defenderse frente a los argumentos autoritarios que posiblemente no entendían. Se trataba finalmente de un aparato [2]inquisitorial que progresivamente fue estando menos dispuesto a tolerar la existencia de espacios de inconformidad. Fue así como el sumo pontífice Inocencio VIII, mediante una bula expedida en 1484, exigió que se apoyara a sus inquisidores Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, los famosos autores del “Martillo de las brujas” (Malleus Maleficarum) (Contreras, 2010).

Un caso interesante es el de los relatos de epidemias que empezaron a aparecer en Europa Occidental en el siglo XI. Entre algunas de las consecuencias de las epidemias se encuentran gangrena en las extremidades, delirios, alucinaciones sensoperceptivas, agitación, y otras. En un principio a la epidemia se le llamó “Mal de San Antonio” o “El fuego de San Antonio”, puesto que una de las primeras referencias sobre la epidemia es de la ciudad de Dauphiré (Francia), donde se encuentra enterrado San Antonio (Tejero & Tejero, 2002).

La causa real de tal epidemia fue el consumo de pan de centeno infectado por un hongo (el cornezuelo) que suele afectar a varios cereales. Sin embargo, no se pensó en tal posibilidad hasta finales del siglo XVII que se demostró mediante experimentación con animales. Fue así como muy probablemente se inició el conocido caso de Salem, en la bahía de Massachusetts (antigua Nueva Inglaterra), donde se ahorcaron 20 personas y más de 400 resultaron acusadas de brujería y de sostener pactos con el diablo. Luego del crudo invierno que soportó la población de Salem en el año de 1692, el trigo empezó a escasear y se utilizó centeno para fabricar el pan. Las alucinaciones y demás efectos producidos por la ingesta de pan de centeno (probablemente infectado con el hongo anteriormente mencionado), así como la calificación de algunos acontecimientos como sobrenaturales, causaron un gran revuelo alrededor del tema de las brujas. Las sospechas de brujería empezaron posiblemente de una manera muy simple. La hija y la sobrina del ministro de la comunidad eran cuidadas por una esclava llamada Tituba, la cual, al no ser de la misma ascendencia que los habitantes de Salem, poseía prácticas religiosas distintas que no tardaron en ser calificadas como demoníacas. Como era de esperarse, las niñas también empezaron a enfermarse y la culpa recayó sobre la esclava y sus oscuros rituales (Tejero & Tejero, 2002).

Se especula que la ingesta de ácido lisérgico fue la causante de las alucinaciones, visiones, ataques de pánico y convulsiones que sufrió la comunidad de Salem (y otros pueblos afectados por las epidemias de la época). Pero, ¿qué es el ácido lisérgico? El ácido lisérgico es el componente fundamental común a todos los alcaloides del previamente mencionado cornezuelo. Uno de los derivados del ácido lisérgico es la dietilamida del ácido lisérgico (LSD-25, por ser el vigésimo quinto derivado), sintetizado de manera fortuita por Albert Hoffman en 1938 (Tejero & Tejero, 2002).

Hofmann (1991) tenía una gran experiencia con respecto a la naturaleza del cornezuelo y algunos de sus derivados, y experimentó él mismo con el LSD-25, describiendo, entre otras, la siguiente experiencia:
“Mi entorno se había transformado ahora de modo aterrador. Todo lo que había en la habitación estaba girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas y generalmente amenazadoras. Se movían sin cesar, como animados, llenos de un desasosiego interior. Apenas reconocí a la vecina que me trajo leche —en el curso de la noche bebí más de dos litros. No era ya la señora R., sino una bruja malvada y artera con una mueca de colores. Pero aún peores que estas mudanzas del mundo exterior eran los cambios que sentía en mí mismo, en mi íntima naturaleza. Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe del mundo externo y la disolución de mi yo parecían infructuosos. En mí había penetrado un demonio y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el alma. Me levanté y grité para liberarme de él, pero luego volví a hundirme impotente en el sofá. La sustancia con la que había querido experimentar me había vencido. Ella era el demonio que triunfaba haciendo escarnio de mi voluntad. Me cogió un miedo terrible de haber enloquecido. Me había metido en otro mundo, en otro cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo me parecía insensible, sin vida, extraño. ¿Estaba muriendo? ¿Era el tránsito? Por momentos creía estar fuera de mi cuerpo y reconocía claramente, como un observador externo, toda la tragedia de mi situación” (p. 32)

En su libro titulado “LSD: Como descubrí el ácido y qué paso después en el mundo” (1991), Hofmann expone una serie abundante de relatos de él y otras personas, entre ellos profesionales, que experimentaron con el compuesto y tuvieron alteraciones severas en sus estados de consciencia. Así, queda claro que las propiedades del LSD-25 no son nada despreciables, y que sus efectos, mezclados con los relatos que en la época de la locura de las brujas pululaban, podían llegar a inducir estados mentales de gran vulnerabilidad y peligrosa especulación.

El ocaso de una locura

La locura de la brujería empezó a decaer con el paso del siglo XVII al XVIII, puesto que se hizo gradualmente insostenible debido a ciertos factores, entre los cuales encontramos los siguientes (Daxelmüller, 1997):

  • Empeño de las autoridades por fomentar la formación cultural.
  • Acceso a libros por parte de sectores marginales.
  • Efecto del escepticismo característico de la Ilustración (aunque aún incipiente).
  • Llegada de las ciencias exactas.

Es pues así como “la magia había demostrado ser un constructo elitista; la magia demoniaca, una utopía, y la realidad de la magia popular –al menos para el periodo mágico que termina a principios del siglo XVIII- no resistiría un sobrio examen de las fuentes” (Daxelmüller, 1997, p. 319). Podría decirse que las condiciones ya no estaban dadas, o al menos no como unos años atrás, donde el estado de la sociedad permitía soportar el fenómeno de la brujería y enfrentarse a él de manera radicalmente distinta a como se haría posteriormente en los albores de la Ilustración.

En conclusión, aunque nuestras formas culturales sean altamente complejas, con grandes entramados de relatos, relaciones jerárquicas entre individuos, y otros elementos, no dejan de estar sostenidas en (y producidas por) un mundo que ha evolucionado a lo largo de miles de millones de años. Por otro lado, las construcciones de las que es capaz el hombre en un punto determinado de su historia no provienen de entes sobrenaturales interesados en este pequeño espacio del infinito universo y, en ese sentido, encuentran su explicación aquí mismo: en el suelo.

[1]“Así, en el siglo VIII nos encontramos con que San Bonifacio, el apóstol inglés de Alemania, declaraba categóricamente que la creencia en brujas y lobisones es contraria al espíritu cristiano. En el mismo siglo, Carlomagno decretaba la pena de muerte para quien quemara supuestas brujas en la recién convertida Sajonia. Las quemas de brujas, aseveraba, eran “una costumbre pagana”. En el siglo siguiente, San Agobardo, obispo de Lyon, repudiaba la creencia según la cual las brujas podían provocar mal tiempo, y otro dignatario eclesiástico declaraba que los vuelos nocturnos y la metamorfosis eran alucinaciones y que quien creyera en tales cosas era “sin duda un infiel y un pagano” […] En los siglos siguientes, a medida que se forjaba la manía, se volvería necesario revertir toda esta saludable doctrina […] A fines de la Edad Media, la inversión estaría completa. Hacia 1490, luego de dos siglos de investigación, la nueva y concluyente doctrina sobre la brujería se había establecido en su forma final. A partir de entonces, solo sería cuestión de aplicarla: buscar, encontrar y destruir a las brujas cuya organización ya se había definido” (Trevor-Roper, 2009, p. 35)
[2] Cornezuelo infectando una espiga de centeno.
fsebastian.gonzalez@udea.edu.co

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