Brujería: en tierra firme


Por: Fabián Sebastián González Mazo
A lo largo de la historia y en distintas comunidades se han producido fenómenos de alto impacto que, al tratar de hallarles una explicación, se ha recurrido a modelos que señalan como causa algún tipo de fuerza sobrenatural, no aprehensible por parte del ser humano. No se trata simplemente de explicaciones en forma de narraciones inocuas, sino de modelos que, al estar arraigados como parte del tejido fundamental de determinada comunidad, cobran una efectividad nada despreciable. Tal es el caso de la brujería y la locura que hubo alrededor de sus supuestas implicaciones, que interferían con las buenas costumbres infundidas por la Iglesia Católica. Vale la pena abordar este caso no como un misterio, sino como un producto de la actividad humana que puede hallar piso en circunstancias prácticas o materiales.

Siguiendo la idea de Marvin Harris (1980), según la cual es posible explicar pautas culturales diferentes a partir de condiciones materiales, se explorará a continuación algunos factores que pudieron haber estado implicados en el desarrollo del fenómeno de la brujería, la caza de brujas y la locura entorno a su supuesta existencia. Sin embargo, ¿por qué estudiar un tema como este? Porque, entre otras cosas, alrededor de 500.000 personas murieron bajo el cargo de brujería en Europa entre los siglos XV y XVIII (Harris, 1980). Por otro lado, los procedimientos judiciales que se llevaron a cabo a raíz de las persecuciones influyeron fuertemente en la vida social y cultural de la temprana Edad Media (Daxelmüller, 1997).

Arbitrariedad eficaz

Steven Pinker (2003) señala que “lo que llamamos «cultura» surge cuando las personas hacen un fondo común y acumulan sus descubrimientos, y cuando instituyen convenciones para coordinar su trabajo y arbitrar sus conflictos” (p. 101), lo cual se puede rastrear claramente en el caso de la brujería en Europa. El encuentro herejía-brujería no estaba instituido en la tradición europea desde siempre. Fue el Papa Juan XXII quien, mediante una bula expedida en 1326, fusionó tales conceptos, dando paso a una persecución indiferenciada en la que cabían tanto los acusados por brujería como aquellos que llevaban a cabo prácticas religiosas distintas a las de la Iglesia Católica (Contreras, 2010). Tal convención fue instituida por un mando superior, de manera que el conflicto al que la Iglesia tanto le temía podría atacarse con toda la fuerza necesaria. La influencia de la Iglesia Católica era tal[1], que el establecimiento vertical de tal mandato penetró eficazmente en la comunidad en general y entró en funcionamiento, soportada por todo un pueblo que se adhería (tal vez sin otra opción) a la palabra del sumo pontífice.

Dado lo anterior, no resulta sorprendente que en el año 1000 d.C la Iglesia Católica prohibió la creencia de que los vuelos de las brujas ocurrían efectivamente y que, después del año 1480, prohibió la creencia de que no ocurrían (Harris, 1980). De nuevo, la influencia de la Iglesia en la vida de las personas no era nada despreciable, se trataba de un sistema de creencias bastante arraigado en la comunidad. De esta manera, el tema de las brujas cobró una relevancia importante y, en ese sentido, adquirió un carácter mítico. “El mito, hemos de añadir sin más dilación, puede vincularse no sólo a la magia, sino a cualquier forma de poder o demanda social. Se usa siempre para dar cuenta de uno o más privilegios o deberes extraordinarios, de las grandes desigualdades sociales, de las pesadas obligaciones del rango, sea de alta o baja alcurnia […] El mito religioso, empero, se acerca más a un dogma explícito, cual la creencia en el mundo del más allá, en la creación o en la naturaleza de las divinidades, dogmas que vendrían tejidos en forma de leyenda” (Malinowski, 1948, p. 31). Tal dogma explícito, ilustrado claramente en las variaciones inducidas por parte de la Iglesia, no respondía a simples caprichos y encontrará una explicación (o al menos una aproximación plausible) más adelante en el presente texto.

Otro ejemplo puede ayudar a ilustrar cómo los grupos de personas adoptan distintas maneras de enfrentarse a los conflictos de la vida cotidiana. Se trata del caso de un pueblo tlaxcalteca (México) en el cual, en el primer cuarto del siglo XX, surgió un choque entre los habitantes a raíz de una serie de padecimientos de los que eran víctimas algunos niños de la comunidad.

Por un lado, había quienes afirmaban que en las noches la bruja “mascaba o mordía” a sus niños recién nacidos, posición que había sido legitimada por el juez del registro civil municipal y, por el otro, estaba el cura de la parroquia, quien explicaba el fenómeno de la muerte de los niños como producto de una enfermedad llamada alferecía (epilepsia) y, en otros casos, de intensa fiebre (Méndez, 2015). No se trata de simples ideas que tienen las personas en su cabeza, sino de explicaciones causales mediante las cuales se relacionan con el fenómeno. Así, la visión de ambos “bandos” era bastante distinta y, por consiguiente, la manera de enfrentar tal problema también. Se presentan entonces dos maneras de contrarrestar el fenómeno: quienes lo adjudicaban a las brujas colocaban en la noche en la cama del niño un espejo y una tijera, y detrás de la puerta de la casa, un crucifico y una cubeta con agua; y el cura afirmaba que dichas medidas no servirían, puesto que se trataba de enfermedades propias de la infancia que debían tratarse como tales (Méndez, 2015).

Aunque darles un carácter mítico a los distintos fenómenos los “aleje del suelo”, no dejan de estar abordados a partir de narraciones hechas por las mismas personas. Las narraciones no invaden a las comunidades como si se tratara de plagas invisibles, sino que son creadas por esas mismas personas con el fin de explicar lo que sucede a su alrededor. En síntesis, “Los seres humanos son una especie cooperativa y que usa los conocimientos, y la cultura emerge de forma natural de ese modo de vida” (Pinker, 2003, p. 101).

Brujería autosuficiente

Si las brujas no existieron en realidad y, tal como se ilustró con anterioridad, su difusión respondía a las órdenes categóricas de la Iglesia acerca de su naturaleza y veracidad, ¿cómo fue que el fenómeno pudo extenderse por tanto tiempo y se hallaron tantos culpables? Buena parte de la respuesta la encontramos en un medio que garantizaba una acción en cadena: la tortura (Harris, 1980). Las fuertes torturas a las que se veían sometidas las personas acusadas de brujería tenían la función de obligar a la presunta bruja a señalar a otra, de manera que pudiera seguirse su rastro. No cabe duda de que, si una persona ha soportado fuertes maltratos, aunque esté convencida de que la acusación es falsa, terminará admitiendo su delito e incriminando a otros. El dolor, el sufrimiento y el deseo de alivio llevaron a muchos acusados a asumirse culpables de un delito falso. Así, es curioso encontrar que cuanto más se examinaba, más brujas aparecían; se convirtieron en una plaga que crecía de manera sorprendente (Trevor-Roper, 2009).

“[…] una persona, bajo sufrimientos extremos, confiesa todo lo que se quiera oír de ella, y es obvio que las listas de preguntas estándar que se conocen bajo el nombre de “Martillo de las brujas” (Malleus Maleficarum), introducían a la fuerza conocimientos elitistas acerca de la magia y la hechicería en las mentes de los sospechosos pertenecientes en su mayoría a los estratos más bajos de la población. La catequesis religiosa hacía el resto” (Daxelmüller, 1997, p. 42). Esto nos lleva a otro punto nuclear en lo que al mantenimiento y fortalecimiento de la falaz brujería se refiere: la manía de las brujas sirvió como herramienta disciplinar y de distracción, que encubrió la corrupción y el abuso del clero y las clases altas. No se trata aquí de determinar un único móvil que impulsó la locura de la brujería, puesto que se trata de un fenómeno de tal complejidad que necesita ser abordado desde distintos frentes para obtener una aproximación más o menos plausible en la que apoyarse. Sin embargo, el aspecto del dominio por parte del clero y la nobleza es de suma importancia.

Dominio y miedo a la oposición

Ya nadie oculta que el Tribunal del Santo Oficio haya obligado a culpables e inocentes a declararse culpables de herejía (no se puede perder de vista que herejía y brujería conformaban un concepto indiferenciado), o que muchos procedimientos se hayan hecho a partir de calumnias o sospechas infundadas. Los inquisidores procedían de manera voraz en pro de la “limpieza” de las casas de toda aberración religiosa o cívica. Sin embargo, tal como valdría esperarse, sus ojos eran incapaces de ver los pecadillos de la propia infraestructura religiosa (Mejías-López, 1999).

En América, por ejemplo, donde la Inquisición se reglamentó en la época del comienzo de la conquista a pesar de que las Indias no contaban con recursos suficientes para establecer un tribunal inquisitorial, quedó muy claro que la Iglesia Católica, encabezada por sus ministros, se empeñó en asegurar que ninguna secta anticatólica lograra penetrar en el territorio y se convirtiera en competencia para la administración de las almas de aquellos pobres salvajes sin ropa (Mejías-López, 1999). El mando estaba establecido, la combinación gobierno-iglesia, junto a la jerarquía ya “pactada” que ponía a los conquistadores como dotados de la facultad de administrar la tierra (y con ella la gente y sus tradiciones), aseguró que ningún intruso tuviera la oportunidad de manchar las mentes en proceso de adoctrinamiento.

“Los indios, físicamente desnudos, también son, para los ojos de Colón, seres despojados de toda propiedad cultural: se caracterizan, en cierta forma, por la ausencia de costumbres, ritos, religión (lo que tiene cierta lógica, puesto que, para un hombre como Colón, los seres humanos se visten después de su expulsión del paraíso, que a su vez es el origen de su identidad cultural)” (Todorov, 1987, p. 44). En consecuencia, a América no llegaron sólo las instrucciones de lo que era una herejía y cómo condenarla; además de ello se realizó una especie de cruzada, donde los nativos no tenían más opción que adoptar los rituales y la religión que los conquistadores les brindaban. De no ser así, y en el caso de que alguien defendiera sus propias costumbres, caería en calidad de hereje/brujo, con el pecado de haber sostenido algún tipo de vínculo con el demonio.

En consecuencia, el hecho de que la cacería de brujas se extendiera aún a zonas más alejadas de Europa no responde a los largos vuelos emprendidos por brujas (a su demoniaca internacionalización), sino a la expansión de un delito importado a la fuerza, que incluía artificiosamente los culpables fácilmente identificables.
Pero no todo era dominio, puesto que también había en la Iglesia un miedo a que la oposición tomara fuerza y se convirtiera en un asunto incontrolable. “La figura jurídica de la magia […] no se refería tanto al mago como individuo, sino a grupos, a la reunión de varias personas que formaban conventículos clandestinos en el “subsuelo”. El miedo a una oposición organizada lo volveremos a encontrar más tarde en la idea acerca de las sectas diabólicas, en las que se incluía a miembros inconformistas de la sociedad como apóstatas, herejes, judíos y, finalmente, a las brujas mismas” (Daxelmüller, 1997, p. 83). En efecto, la idea abstracta de la brujería, sostenida mayormente por las clases altas, afectaba a las capas más bajas de la sociedad, con la particularidad de que tales personas no tendrían tanta oportunidad de defenderse frente a los argumentos autoritarios que posiblemente no entendían. Se trataba finalmente de un aparato [2]inquisitorial que progresivamente fue estando menos dispuesto a tolerar la existencia de espacios de inconformidad. Fue así como el sumo pontífice Inocencio VIII, mediante una bula expedida en 1484, exigió que se apoyara a sus inquisidores Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, los famosos autores del “Martillo de las brujas” (Malleus Maleficarum) (Contreras, 2010).

Un caso interesante es el de los relatos de epidemias que empezaron a aparecer en Europa Occidental en el siglo XI. Entre algunas de las consecuencias de las epidemias se encuentran gangrena en las extremidades, delirios, alucinaciones sensoperceptivas, agitación, y otras. En un principio a la epidemia se le llamó “Mal de San Antonio” o “El fuego de San Antonio”, puesto que una de las primeras referencias sobre la epidemia es de la ciudad de Dauphiré (Francia), donde se encuentra enterrado San Antonio (Tejero & Tejero, 2002).

La causa real de tal epidemia fue el consumo de pan de centeno infectado por un hongo (el cornezuelo) que suele afectar a varios cereales. Sin embargo, no se pensó en tal posibilidad hasta finales del siglo XVII que se demostró mediante experimentación con animales. Fue así como muy probablemente se inició el conocido caso de Salem, en la bahía de Massachusetts (antigua Nueva Inglaterra), donde se ahorcaron 20 personas y más de 400 resultaron acusadas de brujería y de sostener pactos con el diablo. Luego del crudo invierno que soportó la población de Salem en el año de 1692, el trigo empezó a escasear y se utilizó centeno para fabricar el pan. Las alucinaciones y demás efectos producidos por la ingesta de pan de centeno (probablemente infectado con el hongo anteriormente mencionado), así como la calificación de algunos acontecimientos como sobrenaturales, causaron un gran revuelo alrededor del tema de las brujas. Las sospechas de brujería empezaron posiblemente de una manera muy simple. La hija y la sobrina del ministro de la comunidad eran cuidadas por una esclava llamada Tituba, la cual, al no ser de la misma ascendencia que los habitantes de Salem, poseía prácticas religiosas distintas que no tardaron en ser calificadas como demoníacas. Como era de esperarse, las niñas también empezaron a enfermarse y la culpa recayó sobre la esclava y sus oscuros rituales (Tejero & Tejero, 2002).

Se especula que la ingesta de ácido lisérgico fue la causante de las alucinaciones, visiones, ataques de pánico y convulsiones que sufrió la comunidad de Salem (y otros pueblos afectados por las epidemias de la época). Pero, ¿qué es el ácido lisérgico? El ácido lisérgico es el componente fundamental común a todos los alcaloides del previamente mencionado cornezuelo. Uno de los derivados del ácido lisérgico es la dietilamida del ácido lisérgico (LSD-25, por ser el vigésimo quinto derivado), sintetizado de manera fortuita por Albert Hoffman en 1938 (Tejero & Tejero, 2002).

Hofmann (1991) tenía una gran experiencia con respecto a la naturaleza del cornezuelo y algunos de sus derivados, y experimentó él mismo con el LSD-25, describiendo, entre otras, la siguiente experiencia:
“Mi entorno se había transformado ahora de modo aterrador. Todo lo que había en la habitación estaba girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas y generalmente amenazadoras. Se movían sin cesar, como animados, llenos de un desasosiego interior. Apenas reconocí a la vecina que me trajo leche —en el curso de la noche bebí más de dos litros. No era ya la señora R., sino una bruja malvada y artera con una mueca de colores. Pero aún peores que estas mudanzas del mundo exterior eran los cambios que sentía en mí mismo, en mi íntima naturaleza. Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe del mundo externo y la disolución de mi yo parecían infructuosos. En mí había penetrado un demonio y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el alma. Me levanté y grité para liberarme de él, pero luego volví a hundirme impotente en el sofá. La sustancia con la que había querido experimentar me había vencido. Ella era el demonio que triunfaba haciendo escarnio de mi voluntad. Me cogió un miedo terrible de haber enloquecido. Me había metido en otro mundo, en otro cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo me parecía insensible, sin vida, extraño. ¿Estaba muriendo? ¿Era el tránsito? Por momentos creía estar fuera de mi cuerpo y reconocía claramente, como un observador externo, toda la tragedia de mi situación” (p. 32)

En su libro titulado “LSD: Como descubrí el ácido y qué paso después en el mundo” (1991), Hofmann expone una serie abundante de relatos de él y otras personas, entre ellos profesionales, que experimentaron con el compuesto y tuvieron alteraciones severas en sus estados de consciencia. Así, queda claro que las propiedades del LSD-25 no son nada despreciables, y que sus efectos, mezclados con los relatos que en la época de la locura de las brujas pululaban, podían llegar a inducir estados mentales de gran vulnerabilidad y peligrosa especulación.

El ocaso de una locura

La locura de la brujería empezó a decaer con el paso del siglo XVII al XVIII, puesto que se hizo gradualmente insostenible debido a ciertos factores, entre los cuales encontramos los siguientes (Daxelmüller, 1997):

  • Empeño de las autoridades por fomentar la formación cultural.
  • Acceso a libros por parte de sectores marginales.
  • Efecto del escepticismo característico de la Ilustración (aunque aún incipiente).
  • Llegada de las ciencias exactas.

Es pues así como “la magia había demostrado ser un constructo elitista; la magia demoniaca, una utopía, y la realidad de la magia popular –al menos para el periodo mágico que termina a principios del siglo XVIII- no resistiría un sobrio examen de las fuentes” (Daxelmüller, 1997, p. 319). Podría decirse que las condiciones ya no estaban dadas, o al menos no como unos años atrás, donde el estado de la sociedad permitía soportar el fenómeno de la brujería y enfrentarse a él de manera radicalmente distinta a como se haría posteriormente en los albores de la Ilustración.

En conclusión, aunque nuestras formas culturales sean altamente complejas, con grandes entramados de relatos, relaciones jerárquicas entre individuos, y otros elementos, no dejan de estar sostenidas en (y producidas por) un mundo que ha evolucionado a lo largo de miles de millones de años. Por otro lado, las construcciones de las que es capaz el hombre en un punto determinado de su historia no provienen de entes sobrenaturales interesados en este pequeño espacio del infinito universo y, en ese sentido, encuentran su explicación aquí mismo: en el suelo.

[1]“Así, en el siglo VIII nos encontramos con que San Bonifacio, el apóstol inglés de Alemania, declaraba categóricamente que la creencia en brujas y lobisones es contraria al espíritu cristiano. En el mismo siglo, Carlomagno decretaba la pena de muerte para quien quemara supuestas brujas en la recién convertida Sajonia. Las quemas de brujas, aseveraba, eran “una costumbre pagana”. En el siglo siguiente, San Agobardo, obispo de Lyon, repudiaba la creencia según la cual las brujas podían provocar mal tiempo, y otro dignatario eclesiástico declaraba que los vuelos nocturnos y la metamorfosis eran alucinaciones y que quien creyera en tales cosas era “sin duda un infiel y un pagano” […] En los siglos siguientes, a medida que se forjaba la manía, se volvería necesario revertir toda esta saludable doctrina […] A fines de la Edad Media, la inversión estaría completa. Hacia 1490, luego de dos siglos de investigación, la nueva y concluyente doctrina sobre la brujería se había establecido en su forma final. A partir de entonces, solo sería cuestión de aplicarla: buscar, encontrar y destruir a las brujas cuya organización ya se había definido” (Trevor-Roper, 2009, p. 35)
[2] Cornezuelo infectando una espiga de centeno.
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